Decía el poeta que lo importante de esa noche, quizá, no es empezar un año, sino para qué y para quién (si existe lo primero, existe lo segundo: para uno solo nada se hace: ni tomar las uvas, ni abrir esa cuenta corriente del otro año). En una noche así no muere nada, no empieza nada. Es nuestro contador, pueril y confiado, el que cambia el número. El poeta, en cuestión, era Antonio Gala y continuaba hablando de esta guisa al respecto de una fecha tan celebrada.
De la convicción íntima de que no somos los dueños de la vida, sino ella de nosotros -lo que en definitiva nos prolonga-; de considerar el tiempo como un medio versátil, cuyas denominaciones de pasado o futuro, de Noche buena o vieja, tan mudadizas y confusas; de la intuición de que confundirse es fundirse con, y consentir es sentir junto con alguien; del atisbo de que hay estados de ánimo menos efímeros y más hondos y altos que la felicidad, porque, al dejar de ser casi uno mismo, se empieza a ser del todo".
De tales reflexiones es de donde le viene al hombre -lo perciba o no- su afán de celebrar las Nochesnuevas. Y esa tierna locura de intercambiarse un deseo de felicidad para el infinito lapso de trescientos sesenta y cinco días seguidos. Mucho más si el que comienza es bisiesto. ¡Uf!
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