Con motivo del 14 Congreso Internacional de la Lengua Española en Cádiz he vuelto a releer El Habla de Cádiz. Cuyo autor es Pedro Manuel Payán Sotomayor. Una joya de libro que me complazco en recomendar. Así que aprovecho la ocasión para decir, una vez más, que Cádiz está almacenado en las alacenas de mi niñez. Mi relación con la capital gaditana comienza callejeando la ciudad de la mano de una tía cordobesa que veía la Tacita de Plata con ojos gozosos. De Cádiz le gustaba todo y a mí solía embeberme en el decir de sus descubrimientos.
Con ella aprendí a sentirme gaditano. Aunque debo confesar que sin su presencia todo me resultaba bien distinto. Reconozco que no soy gadita y que, por tanto, estoy muy lejos de quien para serlo de verdad ha de estar todo el día ejerciendo de gracioso o resaltando la ironía de una tierra que tiene en la risa la mejor terapia para combatir sus penas. Es, además, una de las ciudades con más alto índice de prejubilados a edad donde trabajar ayuda a vivir mejor.
Mis idas a Cádiz eran casi siempre viajando en el vaporcito de El Puerto. Embarcarme en uno de los Adriano suponía una alegría que me daban mis padres. Incluso cuando soplaba viento de levante y al llegar a la barra el barquito se movía de lo lindo. Aún recuerdo las conversaciones que los míos mantenían con Pepe 'El gallego': dueño y patrón de la nave. Persona tan seria como agradable. Tuve la suerte de ver jugar al Cádiz en el Estadio Mirandilla y también presencié muchas corridas de toros en la plaza que fue derruida hace ya un mundo. Y es que los gaditanos, muy aficionados a los toros, se negaban a verlos en una plaza tachada de escenario en el cual había habido fusilamientos en nuestra guerra incivil.
Fui espectador del primer partido de Liga que se jugó en el Estadio Ramón de Carranza. Corrían los años cincuenta y yo admiraba a muchos futbolistas gaditanos: Collar, Pilongo, Cuartango, Rubio, Liz, etc. Veranear en Cádiz era sinónimo de comodidad. Motivo: los forasteron podían permitirse el lujo de prescindir del traje al anochecer... Algo que, por lo oído, visto y leído, no se podía hacer en San Sebastián y en otras partes de la España de entonces.
La playa de la Victoria se llenaba de cordobeses y sevillanos. La locura comenzó cuando apareció el Trofeo de Carranza. Allí pude ver a los mejores equipos del mundo. Se me viene a la mente la noche en que Garrincha tuvo a Sanchís -padre- quince minutos entre las cuerdas. Hasta que éste, todo raza y velocidad, le tomó la medida al brasileño y lo dejó sin fuelle y sin balón. Los trofeos eran una fiesta y los gaditanos tuvieron la oportunidad de darse a conocer tal y como son: alegres, divertidos, ingeniosos y convencidos de que en Cái hay que mamar.
Dicho que, traducido, podría ser más o menos lo siguiente: "Todo lo hacemos bien y aquí hay arte para dar y tomar". Hipérbole de la que abusan, cierto es; mas verdad es que cuentan con motivos suficientes para exagerar hasta donde les dé la real gana.
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