De la soledad de los entrenadores se ha hablado mucho. Pero nadie más que quienes lo han sido durante muchos años saben cómo es y de qué manera sus secuelas se van instalando solapadamente en ellos. Es un proceso inexorable que va afectando a la salud en la misma medida que al carácter. Verdad es que desde hace ya mucho tiempo los técnicos se sienten arropados por varios ayudantes. Pero el actor principal es él y, lógicamente, ha de soportar todo el peso de la responsabilidad que no cesa nunca. Los entrenadores apenas saborean las victorias porque ellos ya están pensando en el siguiente partido.
Mantener a una plantilla contenta es misión casi imposible. Dado que todos sus componentes, incluso los más sensatos, están convencidos de que deben ser titulares indiscutibles. Ni que decir tiene que los jugadores descontentos tienen la piel muy fina y responden con malos modos por cualquier nimiedad. Los entrenadores saben perfectamente que las relaciones con quienes no juegan es realmente la que ellos quieran mantener. La misión del técnico es hablar con todos sus jugadores. Aunque no es conveniente que cree expectativas favorables entre los que tienen menos posibilidades de ser titulares. Es más, lo acertado sería que les dijera, sin tapujos, el papel que les corresponde.
Los entrenadores, cuando los periodistas les preguntan sobre ese problema, suelen responder que el Campeonato es muy largo y que todos los muchachos tendrán sus oportunidades. Y que harían muy bien en aprovecharlas cuando les toque. Los futbolistas que no juegan, o juegan muy poco, suelen utilizar cualquier contratiempo en las sesiones de entrenamiento para mostrar el enfado interior que va aumentando a medida que la suplencia se hace eterna. Ser suplente de larga duración, aunque sea en un club grande, agría el caracter de muchos futbolistas. Y ese malestar influye negativamente en todo el grupo.
El mejor remedio para reducir ese problema es que los titulares ganen muchos partidos. Y que además sean capaces de ponerse en el lugar de sus compañeros. Y, por supuesto, no hacer alardes de poderío en el vestuario. Puesto que cualquier desliz de superioridad será recibido como una patada en... la tibia por quienes viven en el desencanto que produce la suplencia. Lo dicho: ser entrenador es muy difícil. Tanto como para que la soledad esté casi siempre anidando en él.
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