Hace meses, debido a cómo nos estaba golpeando el virus, comprendí que la tarea de nuestro alcalde era de mucha importancia y que, por lo tanto, había que respetar sus decisiones e incluso apoyarlas desde este espacio. Y así lo hice. Durante esos meses tan duros, casi todos los días -durante el desayuno- escuchaba atentamente sus declaraciones radiadas. Y, desde luego, mentiría si no dijera que su labor fue más que buena. Al margen de cualquier desencuentro habido con persona muy cercana a él y que terminó como el rosario de la aurora. Lo cual es habitual entre políticos.
Nuestro alcalde, cada vez que es entrevistado, acaba casi todas sus respuestas con el siguiente latiguillo: "Lo digo con absoluta humildad". Sin percatarse de que en ese momento es lo más parecido al torero que no remata como debe la serie de muletazos y sólo recibe los aplausos de sus más fieles seguidores. Sobre la humildad se ha escrito muchísimo. Porque es casi imposible que no haya ni siquiera una pizca de orgullo o vanidad entre quienes gozan de esa virtud cristiana.
Alguien dijo que "no hay más que una manera de descubrir si una persona es humilde: pregúntaselo. Si dice que sí, no lo es". La humildad que prevalece en este mundo es la conocida como humildad de garabato y también como modestia afectada. Ambas desembocan en ese mar peligroso llamado hipocresía. De la que Francisco de Quevedo dice impropios en su libro Sueños Y Discursos. También Antonio Gala se despachó a gusto acerca de la hipocresía en El don de la Palabra. "Porque pregona vino y vende vinagre".
Querido alcalde: Deseo que mis palabras no te sienten mal. Dado que son mensajeras de un consejo. Y, aunque los consejos no son ni agradecidos ni pagados, espero que éste te permita recapacitar sobre si es conveniente que sigas usando esa muletilla, ya reseñada, en tus actuaciones públicas...
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