Los políticos y las políticas suelen insultarse a cada paso. Sucede en los plenos municipales y en el Congreso de los diputados. Asimismo en debates organizados por las televisiones. Se acusan de casi todo los males habidos y por haber. Hay momentos en los que la bronca parece que puede terminar como el rosario de la aurora. Pero nunca, gracias demos a quien obre el milagro, llegan a las manos los participantes... Como sí ha ocurrido en otros países.
Tengo yo un amigo que hizo sus pinitos en la política activa. Fue concejal socialista en un pueblo de Andalucía y siempre que hablamos por teléfono le recuerdo su desacierto al llamarle feo, en una sesión plenaria, al edil del PP con el cual debatía agriamente. Ni que decir tiene que allí se armó la de San Quintín. Vamos, el escándalo fue mayor que cualquiera de los vividos aquí cuando Francisco Fráiz era nuestro alcalde. Y es que llamarle feo o fea a una persona suele propiciar disgustos morrocotudos.
Fue siempre voz muy ofensiva dicha a mujer. Cierto caballero, Mariscal de Francia a principios del siglo XVIII, fue avisado acerca de una pelea sonada entre dos damas de la Corte que se habían dicho de todo y se habían puesto como los trapos. Preguntó el duque si acaso se habían llamado feas y como se le dijera que no, exclamó: en tal caso, todo podrá arreglarse. Feo es insulto antiguo. El ser humano siempre valoró la belleza, de modo que su antítesis nunca gozó de favor.
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