Muchos dicen que la lectura debe resultar un acto placentero. Sin sometimiento a la dictadura del esfuerzo que supone estudiar todo cuanto cae en las manos de los adictos a las palabras escritas. Sin embargo, nada tan grato hay, al menos para mí, como leer minuciosamente y demorarse en las páginas hasta decir basta ya. Lo peor que tiene la lectura de libros, amén de que a ciertas edades supone acelerar más el quebrantamiento de la vista, es que uno acaba queriendo escribir literatura. Y esas son palabras mayores. Mas tampoco conviene martirizarse por semejante deseo. Pues todo lo malo de esta vida tendría que estar resumido en ese querer ser escritor -reconocido- aunque no se tengan ni las cualidades ni la imaginación para serlo.
Cuentan que las personas enamoradas de un libro son como los enamorados de su mujer: no descansan hasta haberlo o haberla presentado a sus amistades para que lo admiren o la admiren. Así que se vuelven pesadas y a menudo lo pierden o la pierden. De ahí que prestar un libro sea para mí algo que no entra en mis planes. Y, por tanto, me niego rotundamente a ello. Que otra cosa es comprarlo y regalarlo. Ah, un libro que no merece ser leído dos veces no debe ser leído totalmente. Qué razón tenía quien lo dijo.
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