Fechas antes de celebrarse el Día Internacional de Libro, suelo yo situarme frente al anaquel donde reposan los ejemplares de bolsillo a fin de releer el primero que muestre más deseos de ganarse mi interés. Porque, aunque ustedes no lo crean, hay libros que entran por los ojos con una facilidad pasmosa. Y algunos tienen calidad suficiente para leerlos con avidez. Es lo que me ha ocurrido otra vez con La Infancia recuperada, cuyo autor es mi admirado Fernando Savater.
La Infancia recuperada es un libro de relatos. Y a mí se me ha ocurrido espigar algunos párrafos de la narración que versa sobre El acecho del tigre. ¡El tigre! No cabe duda: el tigre y el inglés están hechos el uno para el otro. El gran felino tiene esa mezcla de discreción y dinamismo encanallado que el británico ha paseado por el mundo: es un depredador que sabe unir la eficacia feroz a la elegancia, que asciende el camuflaje a suntuosidad regia y hace de la crueldad un arrojado milagro de armonía.
Nada tan erróneo como simbolizar con un león el reino inglés, pues, sin querer quitar méritos a la fiera melenuda, sus atributos son mucho menos británicos que los del tigre, como es fácilmente comprobable: el león es perezoso y sedentario, el tigre es viajero; el león suele cazar en rebaño, el tigre es un cazador solitario; el león parece más terrible e imponente de lo que es, mientras que el tigre encubre una fuerza sin igual tras una apariencia engañosamente blanda y frágil; ante todo, el león difícilmente se aficiona a la carne humana, mientras que el tigre llega a preferirla a cualquier otra, por ser particularmente sabrosa y fácil de conseguir.
Además, el solemne león podrá, en todo caso, ser emblema del londinense de bombín y paraguas. Pero el tigre, que es un felino mucho más sport, es representación infinitamente más adecuada del inglés colonial o explorador, del inglés fuera de Inglaterra, que es (¿ha sido) el auténtico inglés. Juntamente prudentes y audaces, traicioneros y retadores, brutales y aterciopelados, el tigre y el inglés se miraron con admiración y desafío a los ojos desde que el primer conquistador británico pisó la India..
Pero aún falta por decir lo más importante, y es que, para un cazador nato, como el inglés, el tigre devorador de hombres es la pieza soñada, porque está siempre dispuesto a pasar de víctima a verdugo y convierte la cacería en duelo; además, sus crímenes lo excluyen del amparo de cualquier sociedad protectora de animales, por lo que su persecución reúne los encantos del deporte y las bendiciones de la moral. Al devorador de hombres no se le caza, se le ejecuta: ¿qué inglés sería insensible a esta dulcemente hipócrita colusión de las alegrías venatorias con la administración de la justicia?
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