Dijo el poeta que la esencia de la primavera es la versatilidad. Que nunca es igual a sí misma, y mucho menos a los ojos de quien la ve. Pronto llegará la estación del año en la cual todo se expresa, todo despierta, todo se exterioriza. Y en mí, créanme, aún perdura lo acontecido nada más principiar la del año pasado.
Aquel marzo fue horrible: la gente empezó a morirse de un virus desconocido. Los hospitales carecían de casi todo para albergar a tantos enfermos. Cundió el pánico y los autoridades no daban pie con bola. Se contradecían a cada paso y pronto ordenaron el confinamiento como medida muy principal para no contagiarse ni contagiar.
A las cinco de la tarde de aquel día de primavera se puso a llover. A través de los cristales del cierro de mi escritorio observaba yo la caída de una lluvia fina, densa, menuda, pausada. El aire circulaba con la mínima velocidad. El cielo era gris y bajo. A medida que caía la tarde, el gris del cielo se volvía de un blanco de gasa. La calle estaba desierta. Había un silencio espeso, un silencio que se palpaba, un silencio sepulcral.
La televisión no cesaba de dar noticias referidas a la Covid-19 y los especialistas de virus opinaban al respecto. Lavarse las manos a cada paso era el primer consejo que nos daban. A partir de ahí nos hablaban de la necesidad de llevar mascarillas y de cómo había que guardar las distancias al hablar con otras personas. Amén de que era contraproducente tocarse la nariz o la boca sin antes haber usado el gel para las manos o bien el lavado de éstas con jabón.
A las diez de la noche, conociendo ya las muchísimas muertes que se habían producido, la cantidad de infectados que había en España y en todo el mundo, y la extraordinaria labor que estaban realizando médicos, enfermeras y enfermeros, el Viva España de Manolo Escobar me sacaba de quicio. Nunca entendí por qué nos aturdían con ese pasodoble. La última primavera fue horrible en todos los sentidos. Quizá la última es siempre la peor. Ojalá que la próxima sea el comienzo de un tiempo mejor.
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