Fructuoso Miaja -concejal, senador y alcalde- cuenta en sus memorias cómo fue conducido al penal de El Puerto de Santa María
El viaje empezó con suerte. Porque de suerte podía considerarse el que me conociera muy bien la pareja de la Guardia Civil encargada de custodiarme. El cabo era muy amigo de mi familia y en todo momento evitó cualquier trato que pudiera causarme sufrimiento en público. Lo que era inevitable es que la gente me mirara como si fuera un bicho raro. Aunque yo no distinguía entre miradas de compasión e inquina. El tren carreta era todo un espectáculo. A las estaciones acudían los vendedores de peines, carteras, estampitas... Se rifaban alimentos y los estraperlistas salían despavoridos con sus fardos, cuando veían a la parejas de civiles en el vagón.
En el penal -cumplimentados los trámites de la entrega- me tuvieron 21 días de observación en el espacio destinado a ello. Después me pasaron a lo que se conocía como el penal viejo. El cual era una parte de la prisión pegada a la iglesia. Allí me encontré con muchos presos políticos del país vasco. Tampoco faltaban los presos comunes y los encerrados por delitos de sangre. Bien pronto aprendí la ley de la prisión y empecé a ganarme la amistad de cuantos componían aquella ciudad en la que me había hecho a la idea de pasar muchos años.
Los primero días fueron muy difíciles. Recuerdo lo mucho que me costaba conciliar el sueño. Dado que la vigilancia exterior pertenecía a los soldados de reemplazo y en el silencio de la noche se oían sus gritos como lamentos que iban de garita en garita y que me ponían un nudo en la garganta. Eran unas voces jóvenes que pasaban sus alertas impregnadas de miedo y que me desvelaban. Hasta que conseguí acostumbrarme. Un día nos dimos cuenta de que se había producido el cambio de los soldados por guardias civiles. Y se corrió la noticia de que ese cambio se había efectuado por la presencia de Franco en El Puerto de Santa María.
Franco se alojaba en la casa de los Terry cuando decidía cazar en El Pedroso (Medina Sidonia) y también se desveló una noche con los gritos y preguntó por los encargados de la vigilancia en el penal. Enterado de que eran los soldados de reemplazo puso el grito en el cielo y ordenó que se hiciera cargo la Guardia Civil. Tengo que aclarar que la casa de los dueños de las bodegas, donde se alojaba Franco, estaba a trescientos metros de la prisión. Alojado en el grupo mixto, en la celda número 8, comencé a trabajar en los talleres y aprovechaba cualquier oportunidad para jugar al fútbol en el patio. Pasado el tiempo, y en vista de mi comportamiento, me pusieron al frente del economato: destino que me reportaba el beneficio de que todos los presos quisieran lograr mi amistad.
En un penal, dado que nada es homogéneo, uno debe andarse con mucho cuidado. Y el penal de El Puerto de Santa María, además, era uno de los más complicados. En él había hombres curtidos en delitos de sangre y que estaban dispuestos a seguir matando. Convenía evitar a todo trance herirlos en su amor propio. Aunque solían ser muy solidarios si se les trataba con respeto. No faltaban los ladronzuelos de poca monta, capaces de hacer de la picaresca la mejor forma de vida. Ni tampoco los hombres preparados para morir por sus causas y por sus hermosos ideales. En fin, de todo había en aquel sitio donde llegamos a ser más de cuatro mil reclusos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta mis escritos ,pero desde el respeto.
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.