Fructuoso Miaja -concejal, senador y alcalde- cuenta en sus memorias su regreso a Ceuta en régimen de prisión atenuada, tras haber estado cautivo en campos de concentración de Alicante y Murcia.
Había cumplido 22 años y estaba vivo. Tuve la suerte que no tuvieron innumerables compañeros que habían caído y que seguían cayendo... En Ceuta fui juzgado por un militar apellidado Braojos. E hizo de abogado defensor un capitán de Regulares. Me condenaron a 12 años de prisión. Corría el año de 1942 y mientras se hacía firme la sentencia no dejé de buscarme la forma de ganar unas pesetas que tanto necesitaban en mi casa. Mi madre, entrada ya en años y soportando sus muchos y dolorosos achaques, seguía pidiendo clemencia para mí. No dudó en llamar a todas las puertas, rogando encarecidamente por mi futuro.
Sabía que me vigilaban de cerca. Era consciente de que las autoridades trataban de averiguarme cualquier debilidad para ponerme a disposición de los tribunales. Así transcurría una postguerra donde me había impuesto la idea de sobrevivir a toda costa. Le había prometido a mi madre evitar todo riesgo que pudiera ocasionarle más penalidades. Pero un día, a punto de cumplirse el año de mi regreso, se presentaron en mi casa unos policías conminándome a que los acompañara... Pensé que todo se debía a un rifirrafe que había tenido con alguien a quien no le caía bien. Mas pronto entendí que la cosa era más grave de lo que parecía: se había producido una maniobra de los servicios secretos del Estado Mayor para hacerme caer en una trampa.
Resulta que yo había comprado una caja de inyecciones para los presos tuberculosos que, procedentes de Larache, estaban ingresados en la cárcel del Sarchal. Un gesto que entendieron de manera bien distinta quienes precisamente pedían dinero para demostrar su cacareada solidaridad con los vencidos. Me encerraron en el Hacho con 26 años de condena; es decir, los 14 que me habían echado en Ceuta y los 12 que ya traía de Alicante. En el Hacho me pasé un año y días. La verdad es que era mejor prisión que las anteriores. Pero lo peor sucedía cuando llegaba la hora de los fusilamientos.
Solía ocurrir allá por las tres de la mañana. Llegaban y preguntaban por los que iban a ser ejecutados. En ocasiones no respondía nadie. Se hacía el silencio del miedo y todos nos encogíamos. Otras, los sentenciados daban un paso al frente y gritaban: "¡Viva la República...!". "¡Abajo el fascismo...!". Eran dignos de admiración. Yo me quedaba sobrecogido. Asistí a varias ejecuciones que me dejaron hundido en todos los aspectos. Mi celda era la número 12 y estaba muy cerca del cuerpo de guardia. Una noche me llevaron a la azotea que había encima de unas oficinas y me interrogaron duramente y sin atenerse a mi estado enfermizo.
Cuando me hallaba derrengado, me anunciaron que al día siguiente partiría hacia el penal de El Puerto de Santa María. Estábamos ya en 1944. Antes de emprender viaje, un militar me dijo que ese traslado era lo mejor que podía sucederme en aquellos difíciles momentos. Debido a que mi vida peligraba en el Hacho. Vamos, que estaba expuesto a que cualquier noche los falangistas decidieran fusilarme. Con semejante confesión, no cabe duda de que salí de Ceuta sin mirar hacia atrás. Aunque otra vez dejaba a mi madre sumida en su calvario. Era mi gran sufrimiento.
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