De ella nos habla Fructuoso Miaja -concejal, senador y alcalde de Ceuta- en sus memorias. Muchos habían sido los años de prisión. Años repartidos entre el campo de concentración de La Albatera, el monte Hacho y el penal de El Puerto de Santa María. Cuando se me concedió el indulto, tan deseado, salí a la calle y comencé a sentir la emoción de quien había abandonado su rincón de seguridad. Porque en el penal, con todo lo que significaba estar privado de libertad, había encontrado cierta protección. La calle me parecía un desierto en el cual estaba expuesto a todos los peligros. Y ese miedo a los espacios abiertos me llenaba de dudas y las indecisiones se fueron apoderando de mí.
Caí en una especie de agorafobia. Miraba hacia todos los lados como temiendo que alguien se me acercara y se pusiera a interrogarme. Recelaba además que mi apellido y mis circunstancias fueran trabas más que suficientes para buscarme la vida. Me entraron ganas de volverme a la prisión para quedarme trabajando aunque sólo fuera por la comida. Sensaciones raras que fui superando por el enorme deseo de estar a la vera de mi madre. Tardé tiempo en olvidar el trato que recibí en el interior de los distintos habitáculos carcelarios.
En el campo de concentración de La Albatera, por ejemplo, los moros del batallón de Regulares, encargados de nuestra vigilancia, eran mejores personas que los componentes de otros batallones. En este caso, los famosos de Arapiles y San Quintín. Me acuerdo, con el dolor consiguiente, de que eran los españoles pertenecientes al bando nacional quienes andaban siempre lampando por quitarnos las pocas pertenencias que poseíamos. Y de cómo los italianos salían en nuestra defensa. De no haber sido por ellos, créame, la dureza del campo habría sido mayor.
En el penal, sin embargo, pude hacerme con un sitio y ganarme la amistad de todos. Me situaron, como creo haberlo dicho ya, en el economato y supe bandearme la mar de bien entre presos políticos y los condenados por otros delitos. De esa manera pude apreciar la forma de ser de muchos hombres en un sitio donde carecíamos de libertad, de amor e intimidad. Fue una prueba durísima. Pero que me sirvió para ser más comprensivo con las debilidades ajenas.
Durante mis primeros días en libertad, mi mayor desafío consistió en cómo acceder a un trabajo. Estaba convencido de que iba a encontrarme con muchos impedimentos. Tenía la certeza de que se me cerrarían muchas puertas. Aun así me entregué en cuerpo y alma a salvar todos los obstáculos que fueran surgiendo. Debo reconocer que mi empeño se vio recompensado por la suerte. Ya que en nada y menos me colocaron en Pesquera Mediterránea. Pese a la oposición de un policía que me la tenía jurada.
Aquella persona, cuyo nombre omitiré, no me podía ver ni en pìntura. Tanta aversión me tenía como para desplegar toda su influencia a fin de que no me dieran el empleo. Pero se quedó con las ganas... Pesquera Mediterránea era una fábrica que cerraba seis meses al año, y en ella estuve más de veinte años trabajando.
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