Con el paso de los años, y debido a la evolución de la medicina, de la higiene y de muchas otras cosas, la esperanza de vida fue aumentando hasta lograr una media de ochenta años. Y la gente comprendió que el Paraíso estaba aquí y que había que vivirlo intensamente. Cuando más se había asimilado ese hecho, y cualquier octogenario aún se permitía el disfrute de gustos varios, llegó el coronavirus como una especie de correctivo para bajarnos los humos a quienes fuimos nacidos en aquellos terribles años treinta. Y que pasamos lo indecible para llegar hasta nuestros días.
El virus no respeta a nadie. Pero en la primera oleada se llevó por delante a las personas mayores. Fue una auténtica carnicería. Una tragedia que propició sospechas que fueron aireadas y que nunca creímos en ellas. Aunque los hubo que no dudaron en recordarnos la selección natural de Darwing e incluso las consignas de un malnacido que se hacía llamar el führer. El miedo desde el mes de marzo ha sido patente. Un miedo a lo desconocido y naturalmente a contagiarnos por culpa de alguien que no cumpliera las normas dictadas por quienes decían saber del asunto.
Los que decían saber del asunto han sido sorprendidos por segunda vez. Eso nos permite creer que no han dado con la tecla. Lo cual es perdonable si nos atenemos a que una pandemia con las ideas de Caín es difícil de contener. Aunque es inadmisible que los hospitales se olviden de las personas con enfermedades que deben ser revisadas cada equis tiempo. Decisión peligrosa en todos los sentidos para los pacientes. Y sobre todo habría que cortar de raíz cualquier información relacionada con los cuidados que recibirán los contagiados del virus según su edad.
Y me explico: las personas mayores saben perfectamente lo que significa la hoja roja. Pero tienen todo el derecho del mundo a seguir viviendo si su organismo está capacitado para ello. Lo terrible es divulgar que habrá preferencias a la hora de atender a los infectados. Y que esa selección se hará acorde con la edad de los ingresados. Quienes hacen esas declaraciones saben sobradamente que el daño que causan es irremediable: porque predisponen a los mayores a ingresar en el hospital sin el ánimo debido para salir de tan mal trance. O sea.
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