Hoy, una vez más, la algarabía futbolística me ha llevado hasta el balcón de marras. Y la figura del mejor amigo que tuvieron los niños de Manzanera, su barrio, se agrandó aún más en mis recuerdos. El fútbol fue el señuelo con el que Antonati logró que muchos chavales no emprendieran el camino equivocado durante los difíciles ochenta. Años de drogas en las calles: causantes de estragos entre los jóvenes y de ruinas familiares.
Mi amistad con Antonati empezó el primer día que se presentó en el Estadio Alfonso Murube, 29 de julio de 1982, para desearme suerte en mi cargo. A partir de ese momento era raro no verle en las gradas del campo, presenciando las sesiones de trabajo, acompañado de chicos que aspiraban a ser futbolistas profesionales y a los que no cesaba de aconsejar. Se había convertido en el Ángel de la Guarda de ellos.
Antonati se ganó mi amistad en un amén. Nuestras conversaciones sobre fútbol eran constantes. Sus preguntas siempre iban preñadas de humildad. Y aunque tenía muy claras sus ideas de un deporte del cual todos creemos estar en posesión de la verdad, las exponia con la sencillez de quien deseaba aprender cada vez más a fin de mejorar la calidad de su enseñanza entre los chavales que le obedecían sin rechistar.
En 1987, siendo yo director de una Escuela de Fútbol perteneciente al Instituto Municipal de Deportes, elegí como ayudante a Tirado. Pero el proyecto se vino abajo por algo que entonces primaba entre algunos dirigentes de la política local: una veta de racismo que les impedía aceptar que en la escuela se hubieran inscritos más niños de un lado que de otro. Amén de otras circunstancias relacionadas con intereses económicos.
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