Cumplía yo el servicio militar en el cuartel de Infantería de Marina, situado en la calle de Arturo Soria (Madrid), convencido de que sería destinado a El Ferrol -porque Galarraga, entrenador del equipo de fútbol ferrolano, me había dicho que los directivos estaban dando los pasos precisos para que se produjera ese hecho-, cuando se me ordenó que preparase el petate porque mi destino iba a ser el Ministerio de Marina. La noticia me causó desazón. Puesto que una vez allí todo me hacía pensar que me sería imposible jugar al fútbol durante los dos años de milicia.
Dos horas más tarde, ya estaba yo ante el brigada Allegue pasando revista y dispuesto para ser presentado a los jefes de la planta ministerial: Federico Galvache (capitán de navío), Ollero (teniente coronel), Carlos Alvear (teniente de navío) y Conejero (teniente de navío y experto en meteorología). Cumplido el trámite entró en acción un ujier, a quien todos llamaban por el sobrenombre de El Pipo y del cual se decía que era capaz de trasegar una botella de vino manchego que vendían en una taberna cercana al frontón de Vista Alegre.
Tres días tardó Allegue en comunicarme que me tocaba mi primera guardia en la puerta de la residencia del ministro y, posteriormente, ante la entrada de su despacho. El Pipo me puso al tanto de las horas de trabajo que tenía el almirante y me hizo saber que la puerta de sus habitaciones distaban veinte pasos mal contados de su despacho. Por lo que el infante de su escolta, que estuviera de guardia, tenia que permanecer atento a fin de saludarlo y cumplir con el resto de la ceremonia.
Lejos estaba yo de sospechar que iba a comenzar mi cometido no solo con los nervios típicos del debutante sino con un descuido que pudo costarme caro. Ocurrió que yo era un desaliñado vistiendo el uniforme y no me percaté de que la chaqueta estaba descosida por la axila derecha. Así, cuando apareció el ministro en escena, nueve de la mañana, de un día lluvioso de otoño, elevé el brazo derecho a la gorra de plato a la par que daba un sonoro taconazo y exclamaba: "¡ A la orden de vuecencia mi almirante, sin novedad!".
Y el almirante, don Felipe Abarzuza y Oliva -alto, fornido y con cara de haber pasado una noche toledana-, me miró fijamente y se dirigió a mí con voz de mando: "A ver si otro día no te presentas con la sobaquera rota...". Y siguió andando mientras yo lo adelantaba para abrirle la puerta de su despacho. El brigada Allegue se quedó petrificado. Puesto que a él le correspondía pasar revista al personal. Cuando yo me esperaba lo peor, se acercó a mí Federico Galvache, cuya fama de ogro era harta conocida en el ministerio, para tranquilizarme.
A partir de ese momento, mi vida en el ministerio, dentro de lo que ello significaba, fue de menos a más y terminé haciéndome con las riendas de un servicio que me permitía incluso jugar al fútbol como profesional. Actividad prohibida. Y, mucho menos, estando a las órdenes del ministro en la planta noble del edificio. En abril de 1962, ya había acompañado yo varias veces a don Felipe y a la mujer, una señora inglesa, de trato exquisito y educación inmejorable, al parque de El Retiro. Salíamos por la puerta del ministerio que daba al Paseo del Prado, yo iba equipado con una pistola cargada con balas de fogueo y los tres nos poníamos a echarles altramuces a los patos del estanque.
En abril de ese año, el teniente coronel Ollero me llamó a su despacho para notificarme algo que él pensaba iba a colmarme de alegría: "Manolo, el almirante ha decidido premiarte con el viaje a Grecia que ha de hacer como ministro de Marina representante del Estado español en la boda de Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia, que se celebrará en Atenas el 14 de mayo próximo. La travesía se hará en El Canarias".
-Mi teniente coronel, si yo embarco en El Canarias, entre la ida y la vuelta se habrá terminado la Liga en la que juego, y el Carabanchel no me pagará los sueldos correspondientes a tales fechas.
Desde que Ollero me puso al tanto del viaje a Grecia, yo apenas pegaba ojo por las noches, pensando en cómo solucionar el problema. Una tarde, que me tocaba guardia, salió el ministro de su casa hacia el despacho, y mientras lo acompañaba, me ordenó que entrara con él. y Tardo nada y menos en dirigirse a mí: "Me han contado que no quieres ir a Grecia. ¿Sabes tú la de infantes que darían lo que no tienen por hacer esa travesía?".
-Sí, mi almirante. Pero es que yo necesito los dineros que me paga el Carabanchel y, por tanto, debo seguir jugando para que se me contrate la próxima temporada.
El almirante me miró con aquella mirada de hielo que era capaz de descomponer a sus ayudantes y, tras una pausa calculada, que a mí me pareció eterna, volvió a la carga.
-¿Quién te ha dado a ti permiso para jugar al fútbol? ¿Quién ha sido la persona que se ha atrevido?...
Respiré hondamente. Pero el corazón andaba tan desbocado que me impedía tener el sosiego justo para responder. Al fin, logré sobreponerme.
-Nadie, mi almirante. Si estoy jugando es porque cumplo con mis obligaciones y además porque sé cómo funcionan las cosas en este ministerio.
El ministro me ordenó que volviera a ponerme en condición de firme. Dio un respingo en su asiento y hasta me pareció que estuvo tentado de levantarse y sacarme del despacho en volandas. Pero se limitó a clavar sus ojos velados en mí y a carraspear, insistentemente, antes de volver a dirigirme la palabra.
-¿Sabes que hoy se cumplen cinco meses de la muerte de mi hermano Fernando?
Claro que sí, mi almirante. Faltaría más.
-¿De qué hablabais cuando tú ibas a visitarlo al hospital de Los Molinos?
-De fútbol, mi almirante, de las monjas y de usted.
-¿De mí...?
-Sí, mi almirante.
Al ministro de Marina se le humedecieron los ojos y, tras contener la cara en un puchero, sacó un pañuelo y compuso su figura. A continuación se expresó así: "Vuelve a tus obligaciones como escolta y procura no lesionarte jugando al fútbol; porque si ello sucede, a ver cómo te las arreglarías para cumplir con tu cometido en el ministerio".
Don Felipe Abarzuza viajo a Grecia y regresó convencido de que tras ser el representante del Estado español en la boda de Juan Carlos de Borbón y la princesa Sofía, sus días como ministro estaban contados. A partir de entonces, solo le cupo esperar la llegada del motorista de El Pardo con la destitución. Aunque ya se sabía que el sustituto sería Nieto Antúnez.
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