El mes de marzo del año que corre será recordado siempre por cómo el coronavirus sembró el pánico. Cada día se daba el parte de los muertos habidos y se nos informaba de lo que teníamos que hacer para evitar una infección que ya se había expandido por el mundo. Se produjo el estado de alarma y desde los balcones o a través de los visillos uno veía la calle desierta y a los pocos viandantes llevando a cuestas el miedo que les producía saber que la muerte la tenían en los talones.
Durante mi encierro, aceptado por necesidad y con la resignación adecuada a mi forma de ser, había días en los que el sobrecogimiento me podía por encima de cualquier otra cosa. El temor era constante; sobre todo por ese familiar que salía diariamente a comprar y en cuanto regresaba lo primero que hacía es cumplir con las normas que nos iba dictando Fernando Simón. Epidemiólogo que estaba de guardia permanente en la 1 de TVE.
Los días pasaban y el Covid-19 seguía dando muestras de fortaleza. Y, claro es, los fallecimientos no cesaban. Nos espantó lo que estaba ocurriendo en las residencias de ancianos. Lo sucedido en esos centros fue horripilante, tenebroso, terrorífico... Merecedor de castigo ejemplar para quienes no supieron o no quisieron poner los medios para evitar en parte esa tragedia. La falta de materiales y de personal en los hospitales evidenciaron que nuestros centros sanitarios llevaban ya mucho tiempo dando tumbos. Dejados de la mano de los políticos.
Marzo, abril, mayo y junio fueron meses en que quien escribe, como seguramente todas las personas que corren más riesgo de ser infectadas, decidió seguir al pie de la letra las recomendaciones dadas por especialistas y virólogos. Por más que en algunos casos, dada la gravedad de la pandemia y el desconocimiento de cómo tratarla, les llevó a decir una cosa y al día siguiente la contraria.
Los virólogos, que están sirviendo de mofa a criaturas cortitas de entendederas, el mayor error que han cometido desde que la pandemia hizo su aparición, fue creer que, debido a que no existe una vacuna contra un virus que mata, la gente sería más sabia y por tanto estaría dispuesta a cumplir a rajatabla las medidas sanitarias.
Desafortunatadamente, no ha sido así. Hasta el punto de que se está produciendo el efecto contrario: ha aumentado la locura general tanto en las fiestas como en sitios de ocio. Lugares donde todos los asistentes se tocan, no usan mascarillas, comen en el mismo plato, escupen salivilla y se pasan las reglas establecidas por las 'partes pudendas'. Ellos y ellas provocarán el llanto y crujir de dientes.
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