Durante mucho tiempo se consideró que los partidos de fútbol cumplían una función social positiva al permitir que los ciudadanos dieran rienda suelta desde las gradas a una agresividad que tenía como blanco al árbitro o al equipo rival. Y se afirmaba incluso que dicha liberación de agresividad redundaba en beneficio de la familia y los compañeros de trabajo del hincha, que, después de asistir al partido, volvía a casa tranquilo y relajado.
Durante nuestra posguerra, quienes más gritaban en los campos eran las personas que bajo la capa de serenidad y normalidad, albergaban un ánimo angustiado, vacilante, inquieto, cargado de insatisfacción, de agresividad reprimida, que, puesto en el disparadero ambiental propicio a los excesos resultaban extremadamente peligroso. Individuos que lejos de los escenarios deportivos daban incluso lecciones de buen comportamiento.
En los años ochenta, la violencia en los campos de fútbol alcanzó su máxima expresión con la tragedia ocurrida en el estadio de Heysel de Bruselas. En cuyas gradas murieron muchísimas personas, víctimas de la estupidez, el cerrilismo y el fanatismo de los hinchas del Liverpool. La ira desatada de los jóvenes ingleses acabó con la vida de muchos seguidores del Juventus de Turín.
Se habló entonces del momento de insatisfacción que se vivía en el Reino Unido, debido a las decisiones adoptadas por Margaret Thatcher. Decisiones tan duras como necesarias y que causaron inquietud y desilusión en mayores, adultos y jóvenes. Y a todo eso había que sumarle el consumo de drogas. En suma, que muchos aficionados, ante el peligro que anidaba en los estadios, decidieron desertar de ellos. Pues el vallado de los campos terminó dando la impresión de que se estaba en un campo de concentración. Así que fue peor el remedio que la enfermedad.
El hecho de sacar a colación lo ocurrido en los campos de fútbol en la década de los ochenta, se debe a que no conviene olvidar que hemos vivido meses confinados y sometidos al terror que causa La Parca cuando la vemos tan cerca. El coronavirus ha matado a discreción. Se ha cebado con las personas mayores. Ha regado España de muertos. Y la ha puesto al borde del disparate económico.
Las secuelas de semejante tragedia están en carne viva. Por consiguiente, cualquier nimiedad puede herirnos el amor propio. Y el orgullo herido es peligroso. Los campos de fútbol son, sin duda alguna, escenarios donde se producen desencuentros a granel. Menos mal que los partidos se van a jugar sin espectadores. Y así habrá tiempo para que le vayamos perdiendo el miedo al miedo y nos invada un porcentaje adecuado de sosiego.
Durante nuestra posguerra, quienes más gritaban en los campos eran las personas que bajo la capa de serenidad y normalidad, albergaban un ánimo angustiado, vacilante, inquieto, cargado de insatisfacción, de agresividad reprimida, que, puesto en el disparadero ambiental propicio a los excesos resultaban extremadamente peligroso. Individuos que lejos de los escenarios deportivos daban incluso lecciones de buen comportamiento.
En los años ochenta, la violencia en los campos de fútbol alcanzó su máxima expresión con la tragedia ocurrida en el estadio de Heysel de Bruselas. En cuyas gradas murieron muchísimas personas, víctimas de la estupidez, el cerrilismo y el fanatismo de los hinchas del Liverpool. La ira desatada de los jóvenes ingleses acabó con la vida de muchos seguidores del Juventus de Turín.
Se habló entonces del momento de insatisfacción que se vivía en el Reino Unido, debido a las decisiones adoptadas por Margaret Thatcher. Decisiones tan duras como necesarias y que causaron inquietud y desilusión en mayores, adultos y jóvenes. Y a todo eso había que sumarle el consumo de drogas. En suma, que muchos aficionados, ante el peligro que anidaba en los estadios, decidieron desertar de ellos. Pues el vallado de los campos terminó dando la impresión de que se estaba en un campo de concentración. Así que fue peor el remedio que la enfermedad.
El hecho de sacar a colación lo ocurrido en los campos de fútbol en la década de los ochenta, se debe a que no conviene olvidar que hemos vivido meses confinados y sometidos al terror que causa La Parca cuando la vemos tan cerca. El coronavirus ha matado a discreción. Se ha cebado con las personas mayores. Ha regado España de muertos. Y la ha puesto al borde del disparate económico.
Las secuelas de semejante tragedia están en carne viva. Por consiguiente, cualquier nimiedad puede herirnos el amor propio. Y el orgullo herido es peligroso. Los campos de fútbol son, sin duda alguna, escenarios donde se producen desencuentros a granel. Menos mal que los partidos se van a jugar sin espectadores. Y así habrá tiempo para que le vayamos perdiendo el miedo al miedo y nos invada un porcentaje adecuado de sosiego.
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