Lionel Messi es un portento de futbolista. Debido a que su juego se sale de lo corriente y causa admiración generalizada. El argentino lleva ya muchas temporadas convertido en figura indiscutible del espectáculo que más interés despierta en el mundo. Su condición de estrella, acompañada por una perceptible humildad y una aparente fragilidad física, le ha permitido que los marcajes de sus rivales hayan carecido de la rudeza con la que otros destacados futbolistas han sido tratados. Temerosos, tal vez, de pasar a la posteridad como alguien que lesionó gravemente a un ídolo de masas. Sin pasar por alto el enorme respeto con que le tratan los árbitros, cohibidos por miedo a molestarle. Y las consecuencias que ello les acarrearía. Sentirse tan encumbrado y protegido ha terminado haciendo mella en la primitiva modestia de Messi. Quien ayer, en el Sánchez Pizjuan, volvió a demostrar que, a la chita callando, va influyendo en los árbitros. Y que éstos son capaces de soportar sus inconveniencias como si tal cosa. Es más fácil ser juez débil con los poderosos que fuerte con los débiles.
Gerard Piqué es uno de los mejores centrales del mundo. El jugador azulgrana se sabe de memoria sus cualidades y casi nunca se sale del guión establecido para rendir plenamente en una demarcación tan exigente. Conoce perfectamente el juego de su equipo. En el cual la posición de mediocentro la ocupa un jugador que no se distingue, precisamente, por ser el escudo de la defensa. Piqué domina el juego aéreo, tiene desarrollado el sentido de la anticipación, no se aturrulla en los momentos complicados, no sufre cuando se ve obligado a intervenir en los costados, y sobre todo es inteligente. Hasta el punto de que ese pensar bien lo traslada a sus negocios y, según dicen, con grandes aciertos. Pues bien, a pesar de sus éxitos, tanto deportivos como empresariales, le agrada sobremanera ser siempre el centro de atención de su equipo con declaraciones provocadoras. Bien sean políticas o futbolísticas. En esta ocasión, se le ocurrió, nada más acabar el partido frente al Sevilla, poner en tela de juicio la imparcialidad de los árbitros. Dando por hecho que el Madrid ya no perdería más partidos. Y, claro, en las redes sociales le han dicho de todo menos bonito. Me cuesta trabajo entender que Piqué, de reconocido cacumen, se meta en líos cada dos por tres.
Gerard Piqué es uno de los mejores centrales del mundo. El jugador azulgrana se sabe de memoria sus cualidades y casi nunca se sale del guión establecido para rendir plenamente en una demarcación tan exigente. Conoce perfectamente el juego de su equipo. En el cual la posición de mediocentro la ocupa un jugador que no se distingue, precisamente, por ser el escudo de la defensa. Piqué domina el juego aéreo, tiene desarrollado el sentido de la anticipación, no se aturrulla en los momentos complicados, no sufre cuando se ve obligado a intervenir en los costados, y sobre todo es inteligente. Hasta el punto de que ese pensar bien lo traslada a sus negocios y, según dicen, con grandes aciertos. Pues bien, a pesar de sus éxitos, tanto deportivos como empresariales, le agrada sobremanera ser siempre el centro de atención de su equipo con declaraciones provocadoras. Bien sean políticas o futbolísticas. En esta ocasión, se le ocurrió, nada más acabar el partido frente al Sevilla, poner en tela de juicio la imparcialidad de los árbitros. Dando por hecho que el Madrid ya no perdería más partidos. Y, claro, en las redes sociales le han dicho de todo menos bonito. Me cuesta trabajo entender que Piqué, de reconocido cacumen, se meta en líos cada dos por tres.
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