Hablar por teléfono nunca se me ha dado bien. Estar enchufado al aparato más de diez minutos me pone inquieto, nervioso, agitado... Y, claro es, cambia mi forma de ser. En bastantes ocasiones, tengo que hacer malabarismos para que mi interlocutor no se percate de que estoy deseando cortar de raíz la conversación. Las personas que me conocen, que son pocas, no entienden que alguien que tanto ha disfrutado de charlas de sobremesa y como contertulio en muchos y diferentes escenarios, sea tan reacio a comunicarse a través de tan extraordinario disposivo de telecomunicación.
Mi hija, con quien suelo hablar todos los días y fiestas de guardar, a la misma hora, me conoce lo suficiente como para no tomarse a mal que, en un momento determinado, yo le diga que la conversación ha terminado. Aunque hubo un tiempo en el cual no le hacía ni chispa de gracia mi forma de proceder. Y mi respuesta fue siempre la siguiente: el teléfono está hecho para hablar lo preciso. Y lo preciso lo indica la capacidad de aguante que tengan las dos partes. Que nunca es la misma. Reconozco, pues, que la mía es muy baja.
Desde que se decretó el estado de alarma, mi teléfono suena cuatro o cinco veces al día. Son llamadas de conocidos que no dudan en contarme lo mal que lo están pasando por mor del enclaustramiento. Todos coinciden en reconocer que se les está agriando el carácter por culpa del confinamiento. Hoy, RT, me ha dicho que va de un lado para otro como un perro abandonado, y dispuesto a discutir con quien le lleve la contraria. Y que su mujer está hasta el moño de su actitud. Por más que entienda que yo eche de menos mis caminatas de mañana por el paseo donde huelo a mar y recibo el aire luminoso y tibio del lugar.
AP, también natural y vecino de El Puerto de Santa María, amén de ponerme al tanto del malestar que le está causando el estado de alerta, me habla sobre la escasez de las mascarillas. Y lo hace mediante un símil adecuado -en este caso el de la comparación-: "Mira, Manolo, lo de las mascarillas es como el Titanic. Hay mil personas a bordo y sólo hay dos balsas para cien".
-¡Olé! -grité entusiasmado por la imagen que mi paisano se sacó de la chistera.
La tercera llamada que recibo es de Ceuta. Se trata de alguien a quien aprecio de veras. Y que antes del coronavirus lo había pasado mal. Así que no se queja en absoluto de la pérdida de libertad que venimos padeciendo. En cambio, sí tacha de lamentables los discursos televisados que nos endilgan todos los días los ministros del Gobierno. Y se permite el lujo de emitir este consejo: "Una perorata política debería ser como la falda de una mujer: lo bastante corta para despertar interés pero lo bastante larga para cubrir lo esencial".
Ni que decir tiene que las llamadas telefónicas me han dejado exangüe. Aunque debo reconocer que me han servido para sacarles el mínimo provecho.
AP, también natural y vecino de El Puerto de Santa María, amén de ponerme al tanto del malestar que le está causando el estado de alerta, me habla sobre la escasez de las mascarillas. Y lo hace mediante un símil adecuado -en este caso el de la comparación-: "Mira, Manolo, lo de las mascarillas es como el Titanic. Hay mil personas a bordo y sólo hay dos balsas para cien".
-¡Olé! -grité entusiasmado por la imagen que mi paisano se sacó de la chistera.
La tercera llamada que recibo es de Ceuta. Se trata de alguien a quien aprecio de veras. Y que antes del coronavirus lo había pasado mal. Así que no se queja en absoluto de la pérdida de libertad que venimos padeciendo. En cambio, sí tacha de lamentables los discursos televisados que nos endilgan todos los días los ministros del Gobierno. Y se permite el lujo de emitir este consejo: "Una perorata política debería ser como la falda de una mujer: lo bastante corta para despertar interés pero lo bastante larga para cubrir lo esencial".
Ni que decir tiene que las llamadas telefónicas me han dejado exangüe. Aunque debo reconocer que me han servido para sacarles el mínimo provecho.
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