Llevo cuarenta y dos días confinado. Una eternidad de tiempo que me ha privado de hacer el deporte que más le conviene a mi organismo: caminar a buen ritmo por la Avenida de Martínez Catena. Hasta ahora he mantenido el ánimo alto, lo que significa que mi modo de aceptar los hechos es pertinente. En marzo, a medida que el virus se iba ensañando con sus víctimas, caí en la cuenta de que es el mes en el cual el diablo corre por todas partes para hacer estragos. Así que me dije: el demonio es tan zascandil como callejero. Y la mejor forma de evitarlo es quedándome en casa.
Reflexión que me ayudó no sólo a soportar el encierro sino que, además, me hizo proclamar a voz en cuello que era una medida acertada del Gobierno para darle matarile cuanto antes al Covid-19. Mi buena disposición ante el Estado de alarma no fue bien vista por las personas más cercanas a mí. Andariegas todas. Pues para ellas era vital -y lo sigue siendo- mantener a raya el colesterol, los niveles de azúcar y los kilos de más. Amén de que el ejercicio aeróbico calma, sosiega, estimula... Produce bienestar generalizado. Aun así mantuve mi criterio y llegué al mes de abril sin dar muestra alguna de decaimiento por estar encerrado entre cuatro paredes.
Ahora bien, desde hace unos días vengo notando que el encierro me está afectando. Que necesito salir a la calle y oler a mar. Que ya no debo conformarme con recorrer el pasillo de mi casa durante una hora y media para mantener, al menos, parte de la oxigenación que tenía antes de que decidieran encarcelarme. Intento que el cambio que se está operando en mí no influya negativamente en los míos. Pero cada vez me cuesta más trabajo mantener la calma. No acelerarme. Pues yo siempre he creído que las prisas echan a perder la compostura...
Así que ayer decidí disimular el malhumor que me está causando el confinamiento, y, cuando mi fingido buen ánimo parecía estar dando el pego, apareció Pablo Iglesias en televisión. A fin de explicarle a los niños como debían comportarse en su hora de recreo en la calle. Iba vestido el vicepresidente del Gobierno socialcomunista con una chaqueta que le sentaba como una montera a un tío nacido en Chicago.
Su perorata, cursi, almibarada hasta la náusea y repleta de gilipolleces, debió sacar de quicio a mucha gente. Pero a mí, tras bisbisear algunas maldades, me dio por reírme a mandíbula batiente de un tío que no se entera de que como a los españoles se le hinchen los cataplines, mucho me temo que termine buscando refugio en los chirlos mirlos. Es decir, donde el viento da la vuelta.
Así que ayer decidí disimular el malhumor que me está causando el confinamiento, y, cuando mi fingido buen ánimo parecía estar dando el pego, apareció Pablo Iglesias en televisión. A fin de explicarle a los niños como debían comportarse en su hora de recreo en la calle. Iba vestido el vicepresidente del Gobierno socialcomunista con una chaqueta que le sentaba como una montera a un tío nacido en Chicago.
Su perorata, cursi, almibarada hasta la náusea y repleta de gilipolleces, debió sacar de quicio a mucha gente. Pero a mí, tras bisbisear algunas maldades, me dio por reírme a mandíbula batiente de un tío que no se entera de que como a los españoles se le hinchen los cataplines, mucho me temo que termine buscando refugio en los chirlos mirlos. Es decir, donde el viento da la vuelta.
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