En su curioso y divertido libro "Historia político-social del beso", Pat O'Narruh cuenta como en la primera mitad de la década 1940-1950 el beso pasó de ser una simple manifestación amorosa a una desesperada forma de supervivencia. El "beso público" -afirma el leído autor yanqui- en parques, calles y vagones de metro, empezaba a adquirir la categoría de institución, lo cual era considerado por muchos como inadmisible.
El escritor no duda en reconocer que él era también de esa opinión. Hasta que un soleado día del mes de julio de 1945, paseando por París, en medio de esa perfumada podredumbre que despide siempre una posguerra, vio cómo dos rubias y hermosas muchachas que caminaban delante de él, con las cabezas alzadas, contemplando la fachada de Notre-Dame con una mezcla de estupor, aburrimiento y altivez, se paraban de pronto, se miraban a los ojos, y, abrazándose con verdadera furia, se besaban largamente, urgentemente en la boca. Fue entonces, dice Pat O'Narruh, cuando comprendí que había nacido una nueva era, debido al relajamiento de la moral motivado por las guerras.
De los besos se ha dicho que transmiten bacterias y enfermedades periodentales. Debido a que la saliva, mediante un beso, puede transferir hasta ochenta millones de bacterias, favoreciendo la transmisión de enfermedades de las encías. Pero la gente no ha dejado de besarse. No en vano forma parte de los mejores entremeses correspondientes a la gran comida amatoria que nos espera.
Ahora bien, la irrupción en nuestras vidas del coronavirus, que ha venido con las de Caín, tal vez ponga al beso en la lista de acciones peligrosas a las cuales no debemos acceder bajo ningún concepto. Pues sus consecuencias son ya conocidas. Ojalá que no sea así. Aunque es incuestionable que los virus letales y contagiosos, además de víctimas, cunden un pánico que jamás olvidan quienes sobreviven a ellos.
Yo recuerdo cómo en las reuniones en los bares de mi pueblo, a la hora del aperitivo, los contertulios se llevaban el catavinos a la boca en cuanto los distribuía el barman. Luego, si la salivilla de los tertulianos se había expandido en el lugar durante la conversación, siempre había alguien que levantaba la mano, reclamando la presencia del camarero para que cambiara los vasos y sirviera otra porción de vino. Lo cual era una prueba evidente, entre otras cosas, de cómo la tuberculosis de los años cuarenta y cincuenta había dejado secuelas.
De los besos se ha dicho que transmiten bacterias y enfermedades periodentales. Debido a que la saliva, mediante un beso, puede transferir hasta ochenta millones de bacterias, favoreciendo la transmisión de enfermedades de las encías. Pero la gente no ha dejado de besarse. No en vano forma parte de los mejores entremeses correspondientes a la gran comida amatoria que nos espera.
Ahora bien, la irrupción en nuestras vidas del coronavirus, que ha venido con las de Caín, tal vez ponga al beso en la lista de acciones peligrosas a las cuales no debemos acceder bajo ningún concepto. Pues sus consecuencias son ya conocidas. Ojalá que no sea así. Aunque es incuestionable que los virus letales y contagiosos, además de víctimas, cunden un pánico que jamás olvidan quienes sobreviven a ellos.
Yo recuerdo cómo en las reuniones en los bares de mi pueblo, a la hora del aperitivo, los contertulios se llevaban el catavinos a la boca en cuanto los distribuía el barman. Luego, si la salivilla de los tertulianos se había expandido en el lugar durante la conversación, siempre había alguien que levantaba la mano, reclamando la presencia del camarero para que cambiara los vasos y sirviera otra porción de vino. Lo cual era una prueba evidente, entre otras cosas, de cómo la tuberculosis de los años cuarenta y cincuenta había dejado secuelas.
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