Me llama un amigo para decirme que en su pueblo ha empezado a cundir el miedo por el virus que nos está azotando. Que terrazas y cafeterías están desiertas. Que hay tiendas cerradas. Que las calles son poco transitadas. Y sobre todo que la gente se cruza con miedo... No vaya a ser que al otro le dé por estornudar. Ni que decir tiene que los saludos afectuosos se han perdido. En fin, que a mí no me llega la camisa al cuerpo.
Mira, Francisco, que así se llama mi amigo, dirígete así al miedo: "No me des más la lata, estás impidiéndome respirar a mis anchas, sal de aquí, déjame disfrutar. El miedo siempre es un estorbo. Con una sacudida de cerebro y la corona de cuervos se va. No queda ni rastro". Ahora bien, tras perderle el miedo al miedo, no dudes en cumplir con las medidas sanitarias que se han anunciado.
Francisco tarda unos segundos en reaccionar a mi consejo. Y, cuando lo hace, es para contarme lo que ha decidido hacer cuanto antes. "Verás, Manolo, tú sabes que soy propietario de unos terrenos en las afueras de la ciudad y en ellos me dio por construir una casa. A la que se llega por un camino poco o nada transitado. Pues bien, mi mujer y yo hemos decidido irnos a vivir al campo con los dos niños. Así que ya estamos haciendo acopio de alimentos".
-¿Por qué has tomado esa decisión? -le pregunto.
-Porque en estos momentos creo que la vida rural es más sana que la urbana.
-Yo no lo creo, Francisco... Esto era evidente en el pasado, cuando las ciudades eran muy antihigiénicas. Pero en las ciudades modernas -con unas condiciones de vida transformadas por la ingeniería sanitaria- se han reducido los enormes riesgos a que estuvo expuesta la población urbana de otros siglos.
-Llevas razón. ¿Pero que me dices del hacinamiento de las ciudades? No te olvides que la densidad de la población favorece las oportunidades de contacto; y así, hay enfermedades infecciosas.
En fin, que de haber seguido hablando acerca de las diferencias entre vivir en el campo o en la ciudad, mi amigo y yo no hubiésemos llegado a ningún acuerdo. El caso es que tenerle miedo al miedo es algo inevitable. Sobre todo cuando corren tiempos difíciles
Francisco tarda unos segundos en reaccionar a mi consejo. Y, cuando lo hace, es para contarme lo que ha decidido hacer cuanto antes. "Verás, Manolo, tú sabes que soy propietario de unos terrenos en las afueras de la ciudad y en ellos me dio por construir una casa. A la que se llega por un camino poco o nada transitado. Pues bien, mi mujer y yo hemos decidido irnos a vivir al campo con los dos niños. Así que ya estamos haciendo acopio de alimentos".
-¿Por qué has tomado esa decisión? -le pregunto.
-Porque en estos momentos creo que la vida rural es más sana que la urbana.
-Yo no lo creo, Francisco... Esto era evidente en el pasado, cuando las ciudades eran muy antihigiénicas. Pero en las ciudades modernas -con unas condiciones de vida transformadas por la ingeniería sanitaria- se han reducido los enormes riesgos a que estuvo expuesta la población urbana de otros siglos.
-Llevas razón. ¿Pero que me dices del hacinamiento de las ciudades? No te olvides que la densidad de la población favorece las oportunidades de contacto; y así, hay enfermedades infecciosas.
En fin, que de haber seguido hablando acerca de las diferencias entre vivir en el campo o en la ciudad, mi amigo y yo no hubiésemos llegado a ningún acuerdo. El caso es que tenerle miedo al miedo es algo inevitable. Sobre todo cuando corren tiempos difíciles
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