Muchas han sido las veces en las que he manifestado lo difícil que es ser entrenador de fútbol. Basándome en lo vivido durante casi dos décadas ejerciendo una profesión tan dura como excitante en un deporte que, siendo un juego de conjunto, prima el individualismo de unos jugadores convencidos de que todos tienen derecho a ser titulares. Que todos los componentes de una plantilla hablen bien del técnico es casi imposible. Y si lo hacen es porque en el fútbol impera la hipocresía generalizada.
Quienes no juegan andan siempre bisbiseando maldades contra el técnico cuando están seguros de que sus críticas no saldrán del espacio donde deciden hacer sus comentarios. Y sobre todo arremeten con más fuerza si los resultados no son los deseados. Esa forma de proceder de los futbolistas es de sobra conocida por los entrenadores. Salvo que éstos sean inexpertos o estén convencidos de que todo el mundo es bueno. Vamos, que sean tontos con balcón a la calle.
Los entrenadores han de aceptar ese problema y afrontarlo con la habilidad suficiente. Aunque sin perder un ápice de autoridad en el intento. Semejante actitud deberán abordarla sin circunloquios ni promesas que no puedan ser cumplidas. Eso sí, bien harán en dar muestras evidentes de que sus decisiones son tomadas por el bien del equipo y no propiciadas por caprichos improcedentes. Cosa poco probable, dado que los técnicos saben lo mucho que se juegan en el envite.
Ahora bien, donde los técnicos han de ganarse el derecho a ser respetados es en el banquillo. Tomando decisiones capaces de cambiar sobre la marcha el sino de los encuentros. Ya enmendando sus errores tácticos, ya los de sus jugadores, o bien minimizando los aciertos de sus rivales o aprovechándose de sus debilidades. Si eso sucede con frecuencia, no cabe la menor duda de que el entrenador saldrá fortalecido en todos los aspectos. Y ese hecho, lógicamente, redundará en beneficio del equipo. Hasta el punto de que quienes juegan menos tendrán también mejor comportamiento. Verdad de Perogrullo.
Mucho se ha hablado, se viene hablando y se hablará del buen carácter o mal carácter de los entrenadores. Incluso si éstos han de ser malas personas o buenas personas para dirigir a veintitantos hombres convencidos de que son los mejores en su puesto. Pues bien, yo he conocido a técnicos duros como el pedernal, hasta el punto de ser verdaderos sargentos de hierro, exigir disciplina espartana a sus hombres. Y, sin embargo, lejos de los terrenos de juego nunca dudaron en ayudar a los jugadores en todos los sentidos. Y también lo contrario.
Sí, ya sé que muchos de ustedes dirán que la virtud está en el término medio. Y puede que lleven razón... Pero, puesto a elegir, yo prefiero a quienes cumplen con las obligaciones que han de contraer todos los entrenadores que se precien: el jefe es el jefe. Y esa autoridad ha de mantenerla como la ha de mantener el jefe de una planta en la cual se estén montando coches, tractores, camiones o frigoríficos.
En lo tocante a cómo los entrenadores aceptan las críticas periodísticas, mentiría si no dijera que preguntarles lo que piensan de los periodistas es como preguntarle a una farola lo que piensa de los perros. Excepto, cuando entienden que el opinante sabe de lo que habla. Insisto: ser entrenador es muy difícil.
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