La llegada de Helenio Herrera a España fue decisiva para que el prestigio de los entrenadores subiera como la espuma. El prestigio y los salarios. Pero muchos técnicos seguían careciendo de la autoridad necesaria para hacerse respetar. Unos por apocamiento y otros porque estaban convencidos de que dejar hacer a los futbolistas era lo mejor para conservar el cargo. Craso error.
Bien está que los entrenadores no sean mandones a tiempo completo, pero que carezcan de autoridad es una desgracia. Dado que los futbolistas tardan nada y menos en aprovecharse de tal debilidad. Y son los primeros, si los resultados no son los apetecidos, en recordarles a los directivos que el técnico en cuestión es 'demasiada buena persona' para que la disciplina reine en la plantilla.
Los entrenadores de los años sesenta, setenta y ochenta se vieron privados, en gran medida, de la evolución adquirida por el fútbol cuando principiaban los noventa. Evolución del fútbol que se dejó ver en todos los aspectos con claridad meridiana. Los entrenadores, por ejemplo, llegaban a los clubes acompañados por hombres de su entera confianza: ayudantes y preparadores físicos. Siempre dispuestos a colaborar con el jefe no sólo en cuestiones técnicas, sino también en asuntos personales que pudieran acarrearle problemas.
Verbigracia: les voy a contar lo que le ocurrió a un entrenador cuando estaba predestinado a hacerse un sitio entre los mejores. Ni que decir tiene que todo el trabajo recaía en él. La preparación física, la técnica, el adiestramiento de los porteros... Y sobre todo tenía que afrontar diariamente los problemas de unos jugadores que acudían a él demandando ayuda o bien dispuestos a expresar sus quejas por estar convencidos de que debían jugar más.
La única colaboración que recibía aquel entrenador -y amigo- era la del médico del club. Un profesional como la copa de un pino, muy querido en la ciudad, y respetado por todos los riquitos del lugar. Una mañana, el médico llamó a mi amigo para informarle de que lo había visitado un futbolista afectado de blenorragia. Con el fin de que supiera a qué tratamiento lo había sometido. Y los cuidados que había que tener en el vestuario.
Transcurrida una semana, el médico volvió a la carga: otro jugador había llegado en las mismas condiciones... Y así hasta que apareció un tercero. El médico le dijo al entrenador: "A ti te toca preguntarles a tus jugadores con quienes mantienen relaciones sexuales". Y mi amigo no dudó en hablar con cada uno de los infectados. Y los tres dieron el nombre de una adolescente (de 18 años). Y, por si fuera poco, era la hija del directivo que ponía la pasta en el club. Todo un personaje en la ciudad.
El médico se lavó las manos en ese asunto. Dado que no quería pasar por el trance de tener que decirle al directivo, amigo de la niñez, algo tan desagradable. Dejando al entrenador solo ante el peligro. El entrenador anduvo dándole vueltas a tan delicado asunto. Pues bien sabía él que se enfrentaba a un problema del cual podría salir trasquilado. Caviló el tiempo suficiente antes de presentarse ante el padre de aquella criatura.
-¿Y?...
Verás, Manolo, aquel hombre, siempre tan atento conmigo y tan dado a celebrar los triunfos del equipo entrenado por mí, cambió de color y se derrumbó sobre la mesa. Lloró amargamente. Y mientras yo trataba de tranquilizarlo, él me pidió que lo dejara solo. Y así lo hice. Asumiendo que aquel directivo, rico, querido en la ciudad y con grandes amigos en muchos puntos de España, no me perdonaría nunca haberle comunicado lo ocurrido.
Aquel entrenador salió perjudicado del lance. Pero, cada vez que hablaba con él, siempre me decía lo mismo: "Nunca me he arrepentido de lo que hice." Y yo le respondía: en estos tiempos, dada la evolución que se ha producido en el fútbol, y en otros muchos aspectos de la vida, este caso no se habría dado.
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