El franquismo es historia a la cual suelo acudir, cuando lo creo conveniente, para saber más sobre lo acaecido durante los treinta y seis años que viví bajo ese régimen. La figura del personaje ha sido analizada desde diversos ángulos, y a pesar de los muy encontrados enfoques, hay coincidencias que se imponen porque son evidentes: fue un hombre de chance en grado increíble; la muerte de Calvo Sotelo, Sanjurjo, Mola y José Antonio apartó de su camino hacia el poder supremo los rivales más cualificados. Es cierto que ya venía precedido de baraca; don divino atribuido a los jerifes o morabitos, en Marruecos.
En su larguísimo mandato no surgió dentro de España ninguna oposición que pudiera inquietar a Franco, y cuando los sucesos internacionales llegaron a un punto en el que parecía imposible que no fuera derrocado, el panorama evolucionó de tal manera que encontró apoyos inesperados. De él se decía que helaba a cualquier interlocutor no con la majestad de Felipe II, sino con su frialdad de pescado. Hablaba poco para no equivocarse y sobre todo para que sí lo hiciera la persona con la cual conversaba.
Yo recuerdo haber visto a un ministro -de los años sesenta- salir de El Pardo con tembleque. Antonio Domínguez Ortiz, uno de nuestros grandes historiadores, dice en España. Tres milenios de Historia, que Franco tenía que prestar gran atención a dos huesos duros de roer: los generales monárquicos y la Iglesia. De los primeros se desembarazó gracias a una combinación de astucia y de torpezas cometidas por el entorno del príncipe don Juan, heredero de la Corona por abdicación de Alfonso XIII, realizada en febrero de 1941 en Roma, donde falleció poco después.
La posible competencia con la Iglesia por el dominio de áreas de poder le preocupaba mucho más y fue uno de los grandes ejes de la política de Franco en toda la dilatada época en que rigió los destinos del país. Franco fue un creyente sin problemas ni fisuras -según Antonio Domínguez-; poco practicante en su juventud, aumentó con el tiempo su religiosidad, hasta lindar la superstición (¡el brazo incorrupto de santa Teresa!). Y siempre distinguió entre prácticas devotas y cuotas de poder que se debía reservar a la Iglesia en la sociedad española, y en este punto se mostró inflexible.
Franco estaba convencido de que la Iglesia española merecía el apoyo total del Estado como reparación a sus sufrimientos y premio a su colaboración en la reforma de una sociedad tan hondamente afectada por propagandas y leyes que se estimaban tan destructoras de la unidad del ideal religioso como de la unidad de la patria. En este punto Franco asumía plenamente los principios del llamado nacionalcatolicismo. A partir del Dieciocho de Julio todas las leyes republicanas lesivas a la Iglesia quedaron anuladas y restablecida la legislación anterior sobre confesionalidad del Estado, ayuda económica a la Iglesia, legislación familiar, enseñanza, etc.
Pero desde los primeros momentos se advirtieron en la colaboración fisuras que con el tiempo se convertirían en peligrosas grietas. Una parte de la Iglesia se dio demasiada prisa por recuperar el terreno perdido y conquistar otros; la Ley de Educación Secundaria de 1938 que se hizo firmar a Franco cuando la ofensiva de Teruel no le permitía atender asuntos no militares con conocimiento de causa, rebasaba todo lo que la Iglesia, sobre todo las órdenes enseñantes, deseaban en provecho propio y menoscabo de la enseñanza estatal; la colaboración muchas veces pecaba por excesiva y destinada a impresionar a las masas con su teatralidad y aparato: misas de campaña, entradas del Caudillo en iglesias bajo palio...
Fechas atrás, en un programa de televisión, dedicado exclusivamente a la exhumación de Franco, Francisco Marhuenda (periodista, profesor universitario y expolítico) dijo que la Iglesia se había olvidado de lo mucho que le debía a Franco. Y recibió respuestas incongruentes de quienes compartían tertulia con él. Los cuales evidenciaron tener un desconocimiento supino de el franquismo.
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