Ni leer ni escribir rejuvenecen, sino todo lo contrario: terminan arrasando la vista y a partir de ahí uno ya busca con afán la ayuda imprescindible del oftalmólogo. Tengo la suerte de contar con la asistencia del doctor Medín Catoira. Y lo primero que le pregunto, a don Juan, tras las revisiones acordadas, si puedo continuar escribiendo más que el Tostado y leyendo a discreción. Tras las pruebas, siempre espero anhelante la respuesta de quien lleva ya la tira de tiempo cuidando de mis ojos cansados y por tanto dando muestras visibles de fatiga. Ni que decir tiene que su sí me sabe a gloria bendita.
Si bien he rehusado, a estas alturas de mi vida, el placer de tragarme una novela voluminosa. Es decir, se me van los ojos detrás de los los libros escritos por los maestros rusos que anidan en mi biblioteca, pero inmediatamente desecho releerlos. Aunque nunca dejaré de recomendar la lectura de aquellos escritores reformistas que fueron triturados por Stalín... Mentiría si no dijera que yo he leído muy malos libros a lo largo de mi vida. Lo cual me ha permitido desarrollar los necesarios criterios para distinguir los buenos.
Leer es un ejercicio. Y como todo ejercicio exige habitualidad y voluntad a raudales. Y también tiempo. Hoy, la verdad sea dicha, ya no es posible leer como antaño, arrellanados en un cómodo butacón con una copa de Rioja o de Jerez sobre la mesita. Hoy se lee donde se puede, cuando se puede, como se puede. En el tren, en el avión, en el metro o en el autobús. Y preferiblemente en la sala de espera de algún sitio. Los hay que lo hacen en la cama, mientras llegan los efectos del tranquilizante. Quien escribe, sin embargo, como jubilado que es, lo hace sentado en cómodo sillón de la salita de estar.
Declararse lector empedernido está muy mal visto. Y quien lo hace se expone a que lo tachen de todo... De ahí que muchas personas, infinidad de personas, no se atrevan a decir ni pío acerca de su amor por los libros y mucho menos del consumo que hacen de ellos. En mi caso, me importa un bledo y parte del otro airear a los cuatro vientos mi condición de lector. La cual va a menos por mis alifafes oculares. Que si no...
No obstante, durante los últimos días del recién terminado agosto, he disfrutado de lo lindo volviendo a leer La tregua. Cuyo autor es Mario Benedetti. La tregua aborda, bajo la estructura de un diario íntimo, el desarrollo del personaje central, un oficinista que espera la jubilación definitiva. Y a partir de ahí todo lo que va sucediendo no deja de ser una auténtica lección de vida.
Con un mensaje vital: "La experiencia es buena cuando viene de la mano del vigor; después, cuando el vigor se va, uno pasa a ser una decorosa pieza de museo, cuyo único valor es un recuerdo de lo que fue. La experiencia y el vigor son coétaneos por muy poco tiempo". Tiempo que debe aprovecharse, digo yo.
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