Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 12 de septiembre de 2019

El fútbol de los años sesenta


Varias veces he escrito sobre la evolución del fútbol. Apreciada por todos los que fuimos profesionales en los 'años sesenta'. Jugar con los balones llamados de tiento a causa del cordón que cerraba las costuras era mortificante. Con tal que te rozara la frente, ya te dejaba en un estado de atontamiento que te impedía rendir bien durante no pocos minutos. Y qué decirles si acaso la pelota se estrellaba en el rostro cuando estaba empapada de agua y cubierta de barro.

Entonces, casi todos los campos eran de tierra. Si lucía el sol estaban más duros que el pedernal. Y, cuando llovia, te hundías en un barrizal indescriptible. Terrenos de juego anegados a veces por las lluvias y en otras porque al empleado de la manguera le ordenaban que se excediera en su cometido. Recuerdo perfectamente una promoción de ascenso frente al Eibar en Ipurua. Hacía un sol de justicia y sin embargo el árbitro tuvo que comprobar, antes de empezar, si el balón rodaba lo establecido por el reglamento.

Ni que decir tiene que allí naufragamos los visitantes por tres causas: por las pésimas condiciones del terreno de juego; porque el árbitro, como era habitual entonces, no quería que su coche sufriera daño alguno al término del partido; y, sobre todo, debido a que en la Sociedad Deportiva Eibar jugaba Eulogio Gárate... Sobran comentarios en relación con un futbolista extraordinario.

Las equipaciones en aquellos años carecían de calidad. Y además escaseaban las prendas de abrigo. En los equipos de medio pelo había que ser de los primeros en llegar a la sesiones de entrenamiento para poder acceder a un chándal o bien a un jersey, del año de la nana, a fin de mitigar los rigores del crudo invierno. A medida que los balones se iban deformando y las botas se iban convirtiendo en enemigas acérrimas de los pies, también había que rezar para que hubiera agua caliente en su momento.

Nunca he olvidado que en el campo de Zatorre (Burgos) hacía una temperatura glacial en un terreno de juego infernal. Cuando llegamos a los vestuarios nos encontramos con que el agua de las duchas estaba casi congelada. Medio equipo estuvo siete días sin entrenar por prescripción facultativa. Y así podía ir relatando hechos vividos durante años en los cuales jugar al fútbol era cosa de valientes. Eso sí, qué no daría yo por volver a las andadas.

Ayer, precisamente, hablando con Pedro Moreno -exjugador ceutí- sobre la evolución del fútbol, le dije: te voy a contar una anécdota. Había un futbolista en el Betis, en los 'años sesenta', llamado Manuel Pérez Orihuela, de sobrenombre Macario. Su entrenador era Antonio Barrios. Macario era veloz y tenía una gran capacidad de trabajo. Y decidió, en un momento del partido, dirigirse al banquillo para decirle a Vicente Montiel -fisioterapeuta extraordinario- que tenía algo clavado en la planta del pie derecho. Por lo cual cojeaba visiblemente.

Antonio Barrios, amén de pegarle la bronca por abandonar su puesto para dirigirse a la banda, lo instó a volver a su sitio sin pérdida de tiempo. Vicente Montiel, concluida la primera parte, comprobó que una de las puntillas de un taco de madera era la culpable del dolor que experimentaba el jugador y asimismo de su cojera visible a una legua. Pues bien, este hecho, acaecido en la 'década de los sesenta', es prueba evidente de que el fútbol de aquel tiempo necesitaba evolucionar con celeridad. Y así fue. Pero conviene decir que algunas cosas buenas del pasado han desaparecido.












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