Alguien me pregunta si yo me siento gaditano. Y me hago el longui durante el tiempo justo para que crea que no le quiero contestar a algo que no venía a cuento en ese momento. Pues estábamos hablando de otras cuestiones que nada tenían que ver con el lugar de nacimiento. Pero antes de que reaccione mi interlocutor, le recuerdo que yo nací en El Puerto de Santa María. Y, lógicamente, la capital gaditana está almacenada en las alacenas de mi niñez.
Mi relación con Cádiz comienza callejeando la ciudad con una tía mía que veía la Tacita de Plata con ojos gozosos. De Cádiz le gustaba todo y a mí solía embeberme en el decir de sus descubrimientos. Con ella aprendí a sentirme gaditano, aunque debo confesar que sin su presencia menguaba mi pasión. Y aún no sé los motivos por los que se producía ese cambio.
Mis idas a Cádiz eran casi siempre viajando en el vaporcito de El Puerto. Embarcarme en uno de los Adriano me agradaba sobremanera. Incluso cuando soplaba viento de levante y al llegar a la barra el barquito se movía de lo lindo. Aún recuerdo a Pepe, -más conocido como Pepe el gallego-: dueño y patrón de la nave. Atento siempre con el personal que iba a bordo.
Tuve la suerte de ver jugar al Cádiz en Mirandilla y también presencié corridas de toros en la plaza que fue derruida hace ya bastantes años. Y es que los gaditanos, muy aficionados a la Fiesta Nacional por excelencia, se negaban a poner los pies en un recinto que había sido motivo de muchos dramas durante la guerra civil. De Mirandilla pasé al Estadio Ramón de Carranza. Y, si la memoria no me falla, el primer partido de Liga lo jugaron el titular y el Extremadura. Ambos figuraban en Segunda División.
Corrían los años cincuenta y yo admiraba a futbolistas como Collar, Pilongo, Cuartango, Rubio, Liz... Veranear en Cádiz era sinónimo de comodidad. Los forasteron podían permitirse el lujo de prescindir del traje. Cosa que, por lo oído, no se podía hacer en San Sebastián y en otras partes de la España de entonces. La playa de la Victoria se llenaba, pues, de cordobeses y sevillanos. Y cuando apareció el Trofeo Carranza principió la locura.
En ese escenario vi a los mejores equipos del mundo. Me viene a la mente la noche en que Garrincha tuvo a Sanchis -padre- quince minutos entre las cuerdas. Hasta que éste, todo raza y velocidad, le tomó la medida y lo dejó sin fuelle y sin balón. Los trofeos eran una fiesta y los gaditanos tuvieron la oportunidad de darse a conocer tal y como son: alegres, divertidos, ingeniosos y convencidos de que en Cádiz hay que mamar...
Lo que traducido podría ser más o menos lo siguiente: todo lo hacemos bien y aquí hay arte para dar y tomar. Hipérbole de la que, posiblemente, abusan; pero verdad es que cuentan con motivos suficientes para exagerar hasta donde les salgan de los cataplines. Decido, tras mi larga perorata, tomarme un respiro. Aprovechado por mi interlocutor para decirme que tengo todas las trazas de ser un Gadita.- Gaditano castizo, popular, amante de las cosas de su tierra. Y le digo que Santa Lucía le conserve la vista... Pues de serlo, me gustarían, entre otras cosas, todas las fiestas populares. Y no es mi caso.
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