Mucho se ha escrito sobre la muerte. Y hoy he creído conveniente espigar entre mis apuntes -obtenidos de mis lecturas al respecto, debido al fallecimiento de Alfredo Pérez Rubalcaba-, lo siguiente: "Cuando una persona muere se genera un espiral de silencio que niega lo malo y solo muestra el buen perfil del que se va. Es una forma que los humanos tenemos de negar la terrible sensación de injusticia que acompaña a la muerte".
Pero cuando se trata de una persona pública, con equis años en escena, el rito de los halagos puede llegar a ser grotesco. Y, a menudo, pone en evidencia a sus celebrantes. Decir como Núñez Feijoo, en su día, que don Manuel Fraga tuvo la mala suerte de haber nacido en un régimen sin libertades no deja de ser patéticamente enternecedor. Le hubiera bastado al presidente de la Comunidad gallega con destacar el posibilismo demostrado por su distinguido paisano. Actitud pragmática y a menudo optimista de un político que aprovechaba las posibilidades que le otorgaban las circunstancias de la época para bajar los niveles del ordeno y mando.
Como yo no tuve el gusto de conocer personalmente a don Alfredo, político eminente, he decidido tomar prestado lo que pensaba de él José Antonio Labordeta en Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados: Alfredo Pérez Rubalcaba. Venía de muy largo porque ya había andado por los ministerios de don Felipe y tuvo que poner orden en el desorden de aquel soñador que quiso compararnos con los británicos. La enseñanza estaba al borde del caos y él apechugó con el desastre de aquel momento poniendo las cosas en su sitio, o más cerca de su sitio. Es un magnífico orador, muy hiriente y muy irónico. Es de Solares, como el agua.
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