Recibo algunas llamadas de amigos para felicitarme la Navidad. Y, tras los saludos de rigor y alguna que otra mención a las fiestas, con todos he terminado hablando de fútbol. Del cual se nos priva en unas fechas inmejorables para que los padres puedan llevar a sus hijos a ver al equipo de sus amores. Un regalo imprescindible para quienes apenas han empezado a vivir.
Uno de los que están al otro lado del teléfono me hace una pregunta que yo considero manida. "¿Ha sido Di Stéfano el mejor entre los mejores jugadores del mundo?". "Si". Mi respuesta espartana lo deja sin capacidad de reacción durante segundos que parecen interminables. Lo siguiente fue mencionarme a Pelé, Cruyff, Maradona, Messi y Cristiano.
No dudé en reconocerle que todos ellos han sido y son estrellas indiscutibles del fútbol mundial, sin duda alguna; pero que Di Stefano ha sido el mejor. Hablar de la Saeta Rubia, en estas fechas, me hace recordar que fue un mes de diciembre de los años cincuenta cuando yo vi jugar a Di Stéfano por primera vez. Gracias a que había sacado muy buenas notas en el colegio y mi padre decidió premiarme.
El viaje lo hice de paquete en una Lanch: motocicleta que se había ganado fama de aguantar lo que le echaran. Mi padre y yo fuimos desde El Puerto de Santa María a Sevilla con el pecho forrado de páginas del Diario de Cádiz, debido al frío y a una niebla que nos llegaba hasta los talones. Si bien es cierto que el deseo de ver al Madrid nos hacía soportar las inclemencias del tiempo.
Nos presentamos en el viejo Nervión con la comida en la boca que nos habían servido en El Ocho: restaurante muy económico. En el cual comenzamos a vivir el ambiente generado por Di Stéfano desde que en la temporada 53-54 empezó a jugar en el Real Madrid. Yo salí del Estadio tratando de pegarle patadas a todos los objetos que se me ponían por delante y con las ideas muy claras: nunca más volvería a fumar cigarrillos de matalahúva con los compañeros de clase. Era lo menos que podía exigirme si quería correr igual que lo había hecho el nueve del Madrid.
Un nueve que dejaba sin recursos al encargado de marcarle y que rompía en mil pedazos el orden que hubiesen previsto los rivales. Aparecía por todas las zonas del campo y en todas trabajaba acorde con las necesidades de cada una. La gente decía que tenía ojos en la nuca. Porque su magnífica situación le permitía saber siempre dónde estaban sus compañeros y de qué manera explotar las debilidades de los rivales.
Di Stéfano amargó la existencia a los centrales y su presencia obligó a que los entrenadores tomasen medidas para evitar que don Alfredo anduviera por el césped como Pedro por su casa. Iturraspe, entrenador del Valencia, fue el primer técnico que se dio cuenta de cómo había que frenar a tan extraordinaria máquina. Y sacó a Mangriñán, jugador correoso y bajito, con la misión de perseguir al nueve por todo el terreno de juego. Mangriñán se consagró ese día...
Di Stéfano, por su modo de entender la vida después de los partidos, hizo posible que Pepe Villalonga, entrenador, tuviera que devanarse los sesos para conseguir que la Saeta Rubia eliminara toxinas cuanto antes. Así que se sacó de la manga el entrenamiento de los lunes. Algo que no se estilaba en aquella época. Y a fe que el técnico cordobés acertó plenamente.
El futbolista argentino cambió el fútbol y la vida de muchos madrileños. La gente se hacía cruces cuando alguien decía que había pagado veinte duros por una entrada para ver al mejor jugador del mundo. El mayor problema de la Saeta Rubia resultó ser la televisión. Ya que fue vista cuando don Alfredo estaba ya acabando su carrera. Lo cual le ha hecho estar en desventaja con todos los demás grandes. Aun así, no tengo la menor duda de que ha sido el mejor.
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