Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

domingo, 23 de diciembre de 2018

Depresiones navideñas


Fiestas de añoranzas, de recuerdos y donde hay que domeñar los sentimientos para no amargarle la existencia a quienes nos frecuentan. Diciembre es mes en el cual mucha gente se deja invadir por la tristeza y permite que el desánimo imponga su ley. Las consultas de los sicólogos se llenan de pacientes. Porque piensan, según dicen los profesionales encargados de remediar los males del alma, que ellos son los únicos que sufren por las pérdidas de seres queridos y se hunden aún más en el abismo de la melancolía.

También diciembre, sobre todo en estos días finales, es tachado de ser un mes manejado por los comerciantes para vendernos todo lo habido y por haber. Se dice que la comercialización de la Navidad está falta de espíritu cristiano, dado los innumerables pobres que existen en el mundo y que seguramente padecen de ira por las muchas ostentaciones que ven a su alrededor. Lo cual considero motivo más que suficiente para que se sientan más desgraciados que nadie, y encima sin derecho a tratamientos ni a recomendaciones de los sanadores de la mente.

La pobreza es terrible, y de los que padecen hambre qué decir... Pues bien, ambas cosas quedan en estas fechas contrapuestas ante la luminosidad de las ciudades, los grandes almacenes repletos de un público ávido de gastar y gastar y, sobre todo, de la alegría desbordante de los más jóvenes que todavía carezcan de las muecas de dolor que les impidan disfrutar plenamente de las fiestas navideñas. 

Y hacen bien: porque ya tendrán tiempo de mirar hacia atrás y sentir cómo se les hace un nudo en la garganta con los pasajes que les recuerden a los suyos que ya no están. Hacia atrás suelo yo mirar en algunos momentos de estas celebraciones, sin ánimo de chapotear en los recuerdos dolorosos, y veo con claridad mis andanzas navideñas en años donde la gente era más católica por convención social, que por convicción personal.

El ambiente ayudaba a que nuestros padres nos llevaran a la tradicional Misa del Gallo, ateridas las carnes al caminar por las calles bajo una niebla densa que hacía más insoportable el sacrificio de cumplir con el rito. Calles llenas de personas cuya única idea era embriagarse esa noche, aprovechando el nacimiento del Niño Dios, para ahuyentar los malos bajíos de una vida que en aquellos años de posguerra era más que insoportable. Corría el anís y los polvorones de Estepa iban sirviendo de lecho estomacal a una bebida que entraba bien pero su exceso producía borracheras tiritonas.

Borracheras de pobres hastiados de su condición de serlo. Y que antes de coger la curda habían visto cómo los ricos del pueblo le rezaban al mismo Dios que ni siquiera era capaz de aliviar las miserias de aquellos terribles cuarenta donde se moría de tuberculosis por carecer de dinero para comprar en Gibraltar unos tarritos de penicilina que curaban a los tísicos condenados a muerte en plena juventud, si no recibían el tratamiento. 

Cierto es que de aquellas Navidades de mi niñez conservo, como no podía ser menos, recuerdos entrañables: un patio de vecino repleto de inquilinos cantando villacincos e intercambiando pestiños y mantecados. Y allá que ofrecían las dos botellas de licores y mantecados que las bodegas de mi pueblo regalaban por aquellas fechas a sus trabajadores. 

Eran días en que los marineros que navegaban al moro para faenar habían sido esperados por los suyos con el alma en vilo. Pues raro era que, durante las fiestas, el viento de levante no azotara los barcos en el Estrecho, haciendo de la travesía de aquellos cascarones un auténtico martirio. Todo era peor. Y ni siquiera había sicólogos.



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