En el anterior artículo me referí a dar la mano. Y dije, más o menos, que los apretones fuertes, tan preciados, están de capa caída. Que se lleva mucho tender la mano floja, sudorosa, resbaladiza... Tal vez por eso alguien me ha preguntado si alguna vez fui saludado por Serafín Becerra. Y respondo que sí.
-¿Qué tal te fue?
A punto estuvo de dejarme la mano hecha una oblea. Yo no sabía, pues estaba recién llegado a Ceuta, que saludar a SB era más peligroso que meter los dedos entre los barrotes de una jaula de tigres en régimen de adelgazamiento. Así que, aunque traté por todos los medios de aguantarle el saludo a pie firme, pronto mi cuerpo se fue encogiendo y escorándose a la derecha.
Pasé tan mal rato, créeme, que me dio por encararme con mi siempre recordado Germán Borrachero. Quien nos había presentado momentos antes. Y asístía al saludo con su sempiterna sonrisa, repleta de ironía. Mientras tanto, Serafín hacía una mueca. Ni que decir tiene que tardé nada y menos en reponerme de lo ocurrido.
-¿Qué impresión te causó Serafin Becerra?
Pronto -en apenas media hora de tertulia, y muy a pesar del saludo mortificante- comprendí por qué era tan popular. Su rostro, lo más parecido a un boxeador sonado, era común. Si bien dejaba entrever la bondad que derrochaba a cada paso. Portaba cara de currelante y la gente se identificaba con él. Lo que nunca entendí es esa manía que tenía de ir quebrantando huesos.
A partir de ese mes de septiembre de 1982, fecha en la cual nos conocimos, mi amistad con SB y GB fue a más. Y, desde luego, rara era la semana en que yo no subía al Monte Hacho para visitar su Mesón o disfrutar de un rato de ocio en La Cueva: discoteca donde reinaba la alegría y la confianza que él generaba con su presencia de hombre curtido en mil batallas.
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