No me gusta escribir obituarios. Dado que la necrología exige que hablemos de los méritos y saberes de una persona recientemente fallecida. Aunque ambos halagos hayan brillado por su ausencia. Pero la muerte nos ofrece la oportunidad de darnos el pote consiguiente. Y lo aprovechamos, a veces, para llenar de alabanzas inmerecidas a quienes se han marchado a un lugar del cual nunca podrán volver.
No es el caso que me ocupa hoy y del cual había decidido no decir ni pío. Pero me han preguntado en la calle si yo conocía a Alejandro Curiel. Fallecido el pasado día 2 en Málaga. Y no he tenido más remedio que contar cómo nos conocimos y la impresión que me causó el primer día que lo vi en El Rincón del Hotel La Muralla. Un 4 de diciembre de 1982. Es decir, hace la friolera de 35 años.
Estaba yo tomando el aperitivo con Eduardo Hernández y llegó Alejandro Curiel. Eduardo, convencido de que nos conocíamos, decidió no hacer la presentación. Y tras permanecer Alejandro en la barra un tiempo esperando a Francisco Fraiz, por haber quedado citado con éste allí, decidió marcharse porque su compañero del PSOE le había dado plantón.
Eduardo, cuando supo que yo jamás había hablado con Alejandro Curiel, quiso saber qué impresión me había causado tan destacado socialista ceutí. Y le contesté que no entendía por qué iba vestido con ropa de pobre de marca y lucía unas barbas tan barrocas, amén de una camisa roja y una bufanda atada al cuello, a modo de grimpola.
EH me aclaró que tal atuendo estaba ideado para hacer proselitismo del progreso político. A mí me pareció que pugnar por mostrarse diferente mediante el vestir me parecía una solemne tontería. Lo que yo no imaginaba es que al cabo de unos meses Alejandro y yo íbamos a congeniar de manera que acabó en una amistad que nunca padeció de altibajos.
Lo que nunca entendí, y así se lo dije a mi estimado Alejandro Curiel, por qué confió ciegamente en el acuerdo establecido con Francisco Fráiz. En el que éste se había comprometido a renunciar a su cargo de Diputado en el Congreso, en cuanto lograra ser designado alcalde, para que tal sitio lo ocupara Curiel. De modo que Alejandro, todo gozoso él, porque ya se veía sentado en el Congreso, hablaba de la emoción que le embargaba acceder a tan alto cargo y poder lucir su camisa roja y su bufanda a juego,
La última vez que Alejandro y yo nos vimos fue en El Mesón La Dehesa. Un 1 de Mayo de un año que ya no recuerdo. Iba vestido con camisa roja y bufanda atada al cuello, a modo de grimpola. Y nos reímos de lo lindo. Y es que Alejandro sabía maneras y sobre todo nunca perdió el oremus. Y a mí me encantaba pegar la hebra con él. Porque el don suyo consistía en hablar de sus ideas políticas y escuchar atentamente las de los demás. Se nos ha ido, a ese sitio del cual nunca más se vuelve, un hombre bueno.
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