Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

El Habichuela

Cada vez que voy a El Puerto de Santa María, que son menos veces de las que yo quisiera, aprovecho cualquier momento para darme una vuelta por la calle de San Francisco. Procuro ir solo. Para que nadie distraiga los recuerdos de mi niñez que, almacenados en la alacena de mi memoria, pugnan por salir de su ostracismo. Suelo recorrer nada más que un trecho de la calle. El que va desde la plaza del Ave María hasta la esquina con Santa Lucía (perdonen el pareado).

Yo viví en el número 23. Enfrente de mi casa, y a la vera de un edificio donde paraban en verano las niñas de Educación y Descanso, vivía el Habichuela. Un niño renegrido, raquítico, y a quien una rata le había comido media oreja mientras dormía en una manta a la sombra en un rincón del patio de su vivienda, con suelo de tierra y sin alcantarilla. La pérdida de su lóbulo derecho ocurrió cuando apenas tenía un año.

El Habichuela y yo congeniamos muy pronto. Era tan delgado que daba la impresión de que podía romperse por la mitad en cualquier esfuerzo. Sobre todo cuando se le veía correr tras una pelota como un gamo. Además de tener velocidad, El Habichuela dominaba la pelota con ambos pies y era un maestro del regate. Si se le preguntaba por su extraordinaria forma de correr, repleta de celeridad, siempre respondía lo mismo: "Cuando voy al campo con mi padre a rebuscar almendras, y vemos a la pareja de la Guardia Civil, nos ponemos a correr y no paramos hasta que llegamos a la casa".

El Habichuela hacía rabona cada dos por tres. O sea, que iba muy poco al colegio. Y todas las tardes esperaba sentado en el escalón de mi casapuerta a que yo llegara del colegio de la señora Carmen, situado en la calle de San Bartolomé. Allí me lo encontraba dispuesto a que en cuanto mi madre me diera la merienda y también la suya, nos fuéramos a la explanada de la plaza de toros a jugar con una pelota que a mí nunca me faltaba. Y allí, golpeándola contra la puerta del tendido cuatro o bien combinando, se nos hacía de noche. Y era entonces cuando, sudados y muy cansados, regresábamos a casa.

Una tarde me extrañó no verle sentado en el sitio de costumbre. Así que en cuanto entré en mi vivienda, descubrí que mi madre estaba afectada por algo. Pero nunca imaginé que fuera por algo que le había sucedido a mi amigo del alma. Y me equivoqué... El Habichuela no me había esperado porque estaba en el hospital. Había dejado gran parte de su sangre cuando corría a campo través perseguido por una pareja de civiles. Debido a que en su alocada carrera se había golpeado contra un árbol que le había salido al encuentro. Mientras su padre era atrapado por varios mayetos de la finca que le salieron al paso. 

La muerte de mi amigo me hizo comprender que si éste se había muerto, yo también podría morirme. Que la muerte no era ya un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir, cuando fuese otro. Que la muerte, a pesar de ser todavía un niño, podría salirme al encuentro. Que estaba de ella a la misma distancia que a alguien que le faltara una hora para morirse. Lloré la muerte de mi amigo, como se suelen llorar las primeras pérdidas. Y todas las noches, durante mucho tiempo, soñé con El Habichuela.


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