Nos conocimos siendo niños. Ya que ambos íbamos a la escuela de doña Carmen. Yo vivía en la calle de San Francisco y él en la de San Bartolomé. Nuestra afición por el fútbol nos unió muchísimo. No en vano nos pasábamos las horas muertas jugando a la pelota en un descampado que había alrededor de la plaza de toros de nuestro pueblo: El Puerto de Santa María. Él jugaba mejor que yo. Sin duda. Pero le podía la pereza. El desdén y la pereza van al azar, si te dominan, nada podrás alcanzar. Lamento no acordarme del autor de esta frase.
En cambio, sí recuerdo perfectamente quién se pronunció así: Un hombre con pereza es un reloj sin cuerda (Balmes). Se lo he recordado a mi amigo mientras caminábamos, después de una opípara comida, por los alrededores del edificio que en su día dio cobijo al Colegio de la Pescadería. Centro en el cual ambos estudíabamos bachillerato. Mi amigo y paisano es un año menor que yo. La vida no le ha tratado mal. Ni mucho menos. A pesar de que -o tal vez por eso- nunca arriesgó lo más mínimo. Por tal motivo me extraña que ahora quiera dar un paso que se me antoja una auténtica locura.
JL me tiene tanto afecto como confianza ciega para contarme las dudas que le han surgido desde hace años. Unas dudas que solemos tener los hombres -también valen para las mujeres- cuando cumplimos los cuarenta. Y a mí se me ocurre decirle que a buenas horas, mangas verdes quiere emprender nuevas aventuras lejos de su hogar. Pero sus explicaciones me hacen pensar en que está decidido a coger los bártulos e irse detrás de una mujer que tiene cuarenta años menos que él.
Trato de hacerle comprender que sus 77 años son ya una rémora para dar ese paso. Pero JL insiste en decirme que quiere ser feliz el tiempo que le quede de vida. Y a mí, ante un hombre tan seguro de sí mismo, no me incumbe tratar de disuadirlo. Así que tras dejarlo hablar, hablar y hablar... Caigo en la cuenta de que obra en mi poder un artículo firmado por José Luis Alvite, periodista y escritor -fallecido en enero de 2015-, a quien yo leía con verdadera devoción, que quizá le proporcione a mi amigo la lucidez suficiente para desistir de su empeño. Así que le he prometido enviárselo.
Dice así: Aunque presiento que pueda darse otra vez en mi vida las circunstancias en las que un hombre toma sobre la marcha cualquier decisión que cambie el curso de su existencia, la verdad es que cada día que pasa le encuentro más inconveniente al riesgo, seguramente porque a cierta edad la valentía sólo puede ser la consecuencia de un descuido. No he perdido la afición a los vicios, pero el cuerpo me permite ahora menos errores que la conciencia. Por eso me preocupa esta alarmante pérdida de facilidad para los impulsos. Temo que no pueda volverme un tipo razonable sin convertirme al mismo tiempo en un dócil hombre desalado.
Mi experiencia me dice que lejos de ser una sabia conquista de la mente, la prudencia no es otra cosa que la secuela de algún achaque, del mismo modo que la castidad es en muchos casos las consecuencias indeseadas de una disfunción erectil. Acabarás en el buen camino cuando las cosas que tolera tu conciencia no sean exactamente las mismas que te permita tu próstata. Esa es una preocupación de ahora: que Dios haya sido conmigo menos severo de lo que pueda serlo algún día mi urólogo.
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