La actualidad tiene de malo que obliga a hablar de ella; aunque uno, en ocasiones, preferiría no hacerlo. En este caso, por dos razones: la primera, porque se trata de un asunto en el cual yo me impliqué de lo lindo cuando nadie se atrevía a decir ni pío de lo mal que funcionaba La Federación de Fútbol de Ceuta, desde los tiempos de Maricastaña; la segunda, debido a que me cuesta lo indecible concebir que Ángel María Villar haya pasado de ser tratado como Ministro plenipotenciario cada vez que visitaba esta ciudad, a pedírsele encarecidamente -es decir, con una insistencia insultante-, que dimita. Que se vaya lo más lejos posible: o sea, allá donde el viento da la vuelta. En suma, y con el deseo de no hacer sangre, creo que la decisión tomada por Antonio García Gaona lo empequeñece hasta extremos insospechados. A él y, por supuesto, a sus asesores.
Antonio Ruiz, exjugador del Madrid y entrenador de fútbol, con quien siempre mantuve muy buenas relaciones -por cierto, hace ya mucho tiempo que no sé de él-, me presentó a Miljan Miljanic en Barcelona: corría la temporada 1974-1975. Ese día Madrid y Mallorca jugaban en la Ciudad Condal. El Madrid se enfrentaba al Barsa y el Mallorca al Barcelona Atlético, por la mañana. La noche anterior, gracias a AR, que era segundo entrenador, descubrí que hablar de fútbol con el maestro yugoslavo era el no va más. A lo que iba: el entrenador del Madrid se quejaba amargamente de las críticas negativas que suscitaba su deseo de aprovechar el dominio del juego por alto tan excepcional que tenían Roberto Martínez y Santillana. Como si fuera un pecado mortal ajustar la estrategia a las peculiaridades de los futbolistas reseñados. Sin embargo, decía MM, ningún periodista se atreve a denunciar a los entrenadores españoles que juegan con cuatro defensas contra dos delanteros, y en ocasiones, hasta con uno, y los mantienen hasta que acaba el partido.
La discusión permanente en el fútbol está basada en la doctrina de una de las dos escuelas existentes en torno al balompié. Una sostiene que el juego ha de ser alborozado, exultante, con los jugadores triangulando, haciendo caños y sombreros a tutiplén, disfrutando con el curre, como ellos dicen, mientras trotan con el fin de procurar a los espectadores deleite del ojo: para esta escuela, importa jugar bien. La otra, fundada en lo meramente práctico, se deja de zarandajas estéticas, de vaselinas, túneles, caracoleos y otros fililís de bota (fililí: delicadeza, refinamiento, sutileza o primor con que está hecha o trabajada una cosa), para buscar el gol con ceguera. Como decía don Fernando Lázaro Carreter: admirado maestro. En el término medio está la virtud. Y, por supuesto, lo principal es que los entrenadores asuman, de una vez por todas, que deben adaptarse a las cualidades de sus jugadores. Verbigracia: no es lo mismo tener dos delanteros centros corpulentos y de velocidad limitada, pero grandes rematadores y capaces de fajarse con sus marcadores, que disponer de futbolistas bajitos, rápidos, ágiles, y en todo momento prestos a improvisar para bien del equipo. Eterno debate.
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