Cada verano coincido en la playa de El Chorrillo con personas a quienes les gusta conversar conmigo. Unas me son conocidas desde hace mucho tiempo y otras no. Dado que yo suelo bañarme de mañana, a veces estoy más solo que la una en el agua. Hoy, sin embargo, cuando accedí a una sombrilla había ya una señora tendida en la arena a una distancia muy visible.
La señora me dio los buenos días y yo le devolví el saludo sin más. Luego me encaminé hacia el agua para hacer mis ejercicios correspondientes, y, tras ellos, regresé a mi sitio para recoger mis bártulos, pasar por la ducha, cambiarme de ropa y continuar andando al ritmo apropiado para mantener mi condición física.
Fue entonces cuando la señora se puso de pie y me preguntó por la temperatura del agua. Buena -le contesté en un amén-. Tiempo suficiente para mirarla sin causarle el menor asomo de incomodidad. Aunque mentiría si no dijera que me sirvió para darme cuenta de que era una beldad. Seguimos hablando y su manera de proceder me permitió mirarla con fijeza de poste durante unos segundos.
Créanme que me veo obligado a describir a la señora con la mejor de las intenciones: cuerpo curvilíneo, escurridizo y delgado. El talle tan breve que hubiera podido ceñirse, a prueba de cinturón, la corona de Carlomagno. La verdad de su talle daba margen a que sobresalieran sus extraordinarias caderas. En fin, una mujer de tronío, natural de Salamanca, y que pronto abrió la boca para encandilarme con su conversación.
En seguida sale a relucir el yo en nuestra charla. Y la señora estupenda me dice que el yo es una quimera. Y le cuento, Manolo (porque me ha dicho que se llama Manolo, ¿verdad?): "El yo es una quimera: cuando lo quieres tener, no te dejan; cuando lo tienes te destrozan; y cuando lo pierdes ya no eres tú... Y entonces no te queda más remedio que sentirte jodida. Y perdone mi ordinariez".
El rostro de Beatriz se amapola por su mala versación. Y yo trato de tranquilizarla mientras le cuento lo que dicen que hacen los esquimales para olvidarse de lo malo que hayan hecho en el pasado o viceversa. No tienen más que subir a una montaña, y bajar por otra ladera, después de haber logrado encontrar el entusiasmo justo para continuar viviendo. Incluso se cambian de nombre. En su caso, Beatriz, piense si no le vendría de perilla vivir aquí.
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