Me he
encontrado con Rafael Hernández en la Avenida Martínez Catena. Pero antes de
continuar me van a permitir que les diga que mi amigo es conocido popularmente
como Rafa El Negro. A Rafa lo
mantuve yo en la plantilla de la Agrupación
Deportiva Ceuta contra viento y marea. Pues no gozaba de la estima de los aficionados. Quienes no dudaban en
obsequiarnos, tanto a él como a mí, con música de viento en cuanto sonaba su
nombre por la megafonía del Alfonso Murube.
Rafa y yo nos vemos de higos a brevas. Pero cada
vez que eso ocurre, como ha sido el caso de hoy, lo primero que hace es
recordarme el valor que yo demostraba al concederle la titularidad. Discutida
continuamente por los aficionados, antes y durante el partido, como asimismo el
malestar que cundía entre los dirigentes del club. Menos mal que siempre
contábamos con la ayuda moral de Juan
Barrientos Sevilla: médico del club y persona muy cercana a mí en el
banquillo.
A mí me
consta que Rafa aprovecha cualquier
oportunidad para elogiarme. Y lo hace sin deberme nada. Puesto que si jugaba era,
sin duda alguna, porque cumplía estrictamente la misión que le encomendaba. Y la llevaba a cabo con una eficencia que redundaba en beneficio de todo el equipo.
Cierto es que sus mejores actuaciones fueron jugando como visitante y en los campos más difíciles. Hay una en Córdoba -en la temporada 83-84, y en una tarde donde llovía torrencialmente-, tan poderosa, que llamó la atención de Rafael Campanero Guzmán, presidente del Córdoba, que lo quería contratar a toda costa.
Hoy,
tras hablar con mi amigo Rafa, acudió a mi memoria una extraña anécdota que no
sé ya si me fue contada o leída por mí: se trata de un episodio de la guerra
ruso-japonesa de 1905. Durante la decisiva batalla que enfrentó a las dos
flotas enemigas, el comandante en jefe, almirante Togo, dirigía las operaciones
desde el puente del barco.
En un momento de gran peligro, el ayudante del
almirante quiso constatar el estado moral del jefe. Así que
deslizó furtivamente la mano entre sus piernas y se dio cuenta con alivio de
que los testículos de su jefe colgaban del modo más normal del mundo. El
almirante estaba, pues, perfectamente sereno. Tranquilizado, el oficial se
apresuró a volver a su puesto.
En
ocasiones, el triunfo de algunos jugadores se debe a la confianza depositada en ellos por sus entrenadores. En este caso, Rafa El Negro jugaba convencido
de que si cumplía al pie de la letra el cometido asignado por mí, nadie podría
cambiar mi parecer. Y salía airoso de la prueba. Aunque él, cada vez que nos
vemos, lo simplifica: “Manolo, ¡qué huevos le echaba usted al asunto¡”. Así era Rafa
y así es todavía.
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