Hace ya
bastantes años, mientras que Kiko Martel
se gustaba tocando el piano que había en la sala de estar del Hotel La Muralla,
yo conversaba en la barra de la cafetería con un empresario destacado de esta
ciudad. Corrían buenos tiempos para el comercio ceutí y las talegas llegaban a
los bancos repletas de dinero. Nunca se
me olvidará haber visto cómo un propietario de bazar no cesaba de contar
billetes durante horas.
El
empresario trasegaba despaciosamente un whiskey Chivas Regal, 12 años, que su empresa distribuía. Y KM seguía expresándose ante el piano con motivos
sentimentales. El empresario decidió
contarme que, siendo un niño, sus padres le recordaban a cada paso que los hombres deben trabajar, y que él ya no dejó de preguntarse: luego si
trabajo soy un hombre, si trabajo mucho soy aún más hombre; y, claro está, si
trabajo todo el tiempo soy un superhombre. Y así hasta el agotamiento.
He aquí
lo que puede explicar la hiperactividad de que están afectados algunos
empresarios. Lo cual representa una manera socialmente reconocida, moral y
lucrativa, de demostrarse a sí mismo la virilidad. Forma de comportarse que les
exige estar muchas horas dedicados única y exclusivamente a sus
negocios.
Aquel
empresario, estimulado por la bebida de vaso largo y sensibilizado hasta
extremos insospechados con las notas musicales, se lamentaba amargamente de
conocer mucho mejor el carácter de sus colaboradores que el de sus propios
hijos. Y decía estar convencido de haber triunfado más en sus relaciones profesionales que en sus relaciones
familiares. Por una sencilla razón: porque vivía trece y catorce horas diarias
en la empresa y apenas dos o tres en su casa si descontaba las horas de sueño y
el tiempo dedicado a su arreglo personal.
Miré
fijamente al empresario. Y le dije lo siguiente: por lo que me estás diciendo
tú careces de relaciones continuadas con unos seres a los que sólo ves de una manera discontinua. Y su respuesta
fue rotunda: “No te quepa la menor duda,
Manolo, de que yo le dedico más
tiempo a la empresa que a la familia. Y debo confesarte que el trabajo se ha
convertido en mi amante.
Entendí,
inmediatamente, que el frenesí de la actividad profesional que se había
apoderado de aquel hombre, a su edad, le servía de expresión sexual. Y hasta
comprendí que en algunos casos extremos, ese frenesí puede incluso desembocar
en un aplazamiento de su deseo. Pocos meses después de haber tenido esa
conversación, el empresario y yo, amenizada por Kiko Martel al piano, el
hombre sufrió un infarto. Y a partir de ahí su vida empezó a carecer de
interés.
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