Cuenta
el doctor don Antonio Puigvert -urólogo de fama universal- en sus memorias, Mi
vida y otras más, cómo fue su segundo viaje a Cuba en 1966, por haber sido
invitado al XI Congreso Médico en La Habana. Cuyo acto de clausura se celebró en el teatro Carlos Marx, uno de los mayores del mundo (6.000 plazas de aforo).
En el programa figuraba el discurso de despedida del jefe del Gobierno a los congresistas, que comenzaría a las ocho de la tarde y terminaría ¡a las diez! La perspectiva era… desalentadora, dice el eminente doctor. Ante el temor de que me hiciesen ocupar un lugar en el estrado, retrasé mi llegada con el propósito de quedarme en una butaca de platea, dándome opción a dormitar de tanto en tanto si la cosa se ponía muy pesada; porque un discurso de dos horas ¡es mucho discurso!
Pero me
equivoqué. Fidel Castro apareció en el escenario a la hora exacta entre ovaciones
multitudinarias, claro. Pasó luego al podio e inició su discurso. En previsión
de lo que pudiera ocurrir yo ya había cenado. Y me dispuse, continúa diciendo
el doctor Puigvert, a echar una cabezadita somnolienta de esas que tanto se
agradece después del yantar.
¡Dios, qué
sorpresa! A las pocas palabras me di cuenta de que estaba ante un orador
excepcional. No sólo en la temática sino en la técnica oratoria. Barajó cifras
y datos de orden sanitario, comentó historietas, y me tuvo dos horas en vilo
Fidel Castro. Sabía muy bien cuándo debía intercalar en su discurso una
anécdota que provocara la risa del auditorio. Su fraseología era eficaz,
precisa, amena.
A pocos
minutos de las diez de la noche (al igual que cuando un reactor para iniciar la
maniobra de aproximación pierde velocidad y despierta en los pasajeros la
sensación emotiva de la próxima toma de tierra) su fervor oratorio comenzó a
declinar invitando al “suspense”. Luego, los neumáticos chirriaron en el choque
brutal con el suelo, quemando caucho y despidiendo humo. Y los motores
–cambiando su sentido- volvieron a rugir.
Entre
el ruido de los aplausos que atronaba el local, comprobé mi reloj, recuerda Puigvert. El
Comandante finalizaba su discurso con un minuto de diferencia sobre el tiempo
estipulado. Les aseguro, con toda certeza y con pleno conocimiento de causa,
que a Fidel Castro, si le dejan hablar, no hay tribunal del mundo capaz de condenarlo. No duda en afirmar el doctor don Antonio
Puigvert.
Pues
bien, yo sí condeno el atrevimiento de Irene Montero -política, sicóloga y además inteligente- por
estar dos horas dándole a la sinhueso en
el Congreso de los Diputados, durante una propuesta de moción de censura a Rajoy. Y la condeno no por las posibles mentiras y verdades que pueda
haber dicho, tras más de 120 minutos de
cháchara, sino que lo hago porque ha logrado convertir el hemiciclo en una sala
de… bostezos ininterrumpidos.
El
discurso de la portavoz de Podemos, plúmbeo hasta la saciedad, de haberse
celebrado en cualquier lugar de Andalucía se habría ganado un abucheo
generalizado y amenizado con gritos de 'jartible'. En suma, su debú como primera mujer en inaugurar un debate de este tipo, fue merecedor de los tres avisos.
Dos horas de discurso no dejan de ser demasiado toro para una novillera
enrabietada. Más bien con la cara apretada. Y por tanto carente de la medida del tiempo. Ni que decir tiene que el tendido 7 de Las Ventas del Espíritu Santo también habría abroncado a Irene Montero.
Aforismo
Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo (Baltasar Gracián).
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