Conocí
a MS en Mérida. Corría el verano de 1977. Coincidimos en el Lago de Proserpina.
La tarde era extremadamente calurosa. Ella era veinteañera, ojizarca, atractiva, y sobre
todo dejaba entrever un sosiego que invitaba a querer frecuentarla en cuanto te
separabas de ella. Yo frisaba en los cuarenta. Fueron dos años los que permanecí en Extremadura. Pero me consta que ella nunca me perdió la
pista e incluso que sigue siendo lectora de cuanto escribo. Así que he decidido
dedicarle algo relacionado con el ocio.
A los
romanos les repateaba el tiempo que empleaban los griegos disfrutando de
grandes reflexiones y largas parrafadas. No entendían el ocio de éstos y hasta
se mostraban desconfiados por lo que ellos consideraban una costumbre
perniciosa. Cincinato, por ejemplo, sólo dejaba la espada por el arado y Catón ponía el grito en el cielo cada
vez que caía en la cuenta de que para los griegos no existían los días
laborales.
A los
españoles de mi niñez, y ya no digamos nada a los de generaciones anteriores,
también les sonaba a chino la palabra ocio. No existían las vacaciones y a lo
máximo que se aspiraba era a frecuentar una playa donde les exigían a las
mujeres ponerse un albornoz que las dejaba como recién salidas de un baño
turco. Lo cual era ya un logro impensable lejos de cualquier punto costero.
Mi
primer viaje de placer lo hice yo montado en un tren carretas con destino
Cádiz-Córdoba. Andaba recién cumplidos los seis años y me lo pasé bomba dentro
de un vagón donde reinaba un ambiente que jamás he podido describir en
toda su amplitud. Lo primero que se nos aconsejaba es llegar a la estación con
una hora de antelación para ser de los primeros en coger asiento. Y, aún así,
había que ser muy rápido para no tener que viajar un gran trecho de pie y
mirando por unas de las ventanillas de un largo pasillo los campos yermos de
una España desolada.
El
tren, con bancos de madera enfrentados, era arrastrado por una máquina que se
sulfuraba en cuanto el camino se empinaba. Cestos y hatos llenaban el estante
de mallas de los equipajes y muchos se apilaban en el suelo; pues en los
vagones viajaban muchas mujeres que eran estraperlistas; es decir, se dedicaban
al tráfico del mercado negro y miraban desde su atalaya la llegada de los
guardias civiles.
Los
vendedores callejeros, de todas las edades, desfilaban por el vagón, ofreciendo
la venta de plátanos, frutos secos, pastas, pipas de girasol, dulces, billetes
de lotería, agua… Y sus pregones se hacían notar: Agua fresca. Tortas tiene
buenas. Oye, las avellanas. A mí me encantaban los mostachones de Utrera. En
Utrera hacíamos una larga parada para transbordar. Y la tediosa espera la
combatíamos comiendo las deliciosas tortas del lugar.
Durante
el viaje pasaba por delante nuestra toda una corte de los milagros: una mujer
ofreciendo peines que nadie compraba; un jorobado tocando un violín desafinado;
un trilero tratando de sacar rédito al juego de las tres cartas y los
innumerables vendedores de lotería. Llegábamos a Córdoba derrotados pero
contentos. Y dispuesto a disfrutar de los placeres de entonces en una ciudad
donde por aquel tiempo la estación estaba llena de miserables y las calles
abarrotadas de pedigüeños y de jornaleros sin trabajo en la campiña.
Al cabo
de varios días, y acabada las cortas vacaciones, regresábamos satisfechos a
nuestro lugar de origen y sin la menor muestra depresiva, falta de apetito o
padecimiento de insomnio por el regreso. Nuestra única preocupación, esto es,
las de mis padres, era poder ahorrar
cuatro perras para poder pagarnos, cuanto antes, un nuevo viaje a la tierra
donde vivía parte de nuestra familia.
Por tal
motivo, quedo sorprendido, un verano más, de quienes dicen tenerles miedo a la
depresión que puedan sufrir tras el regreso a sus lares, después de haber
viajado con las máximas comodidades. Recorriendo
Londres, París, Amsterdam…; o bien adentrándose
por el exotismo de Tailandia y quedando fascinados con Canadá. Y a la vuelta propalan
que tienen todos los males del mundo y que necesitan tratamiento sicológico.
Qué
sería de ellos, querida MS, si hubieran tenido que acceder al ocio, mediante
viajes como hacíamos mi familia y yo, o bien veraneando en el Lago de Proserpina,
donde te hallé en el verano de 1977.
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