Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

viernes, 16 de junio de 2017

Depresiones veraniegas



Conocí a MS en Mérida. Corría el verano de 1977. Coincidimos en el Lago de Proserpina. La tarde era extremadamente calurosa. Ella era veinteañera, ojizarca, atractiva, y sobre todo dejaba entrever un sosiego que invitaba a querer frecuentarla en cuanto te separabas de ella. Yo frisaba en los cuarenta. Fueron dos años los que permanecí en Extremadura. Pero me consta que ella nunca me perdió la pista e incluso que sigue siendo lectora de cuanto escribo. Así que he decidido dedicarle algo relacionado con el ocio.

A los romanos les repateaba el tiempo que empleaban los griegos disfrutando de grandes reflexiones y largas parrafadas. No entendían el ocio de éstos y hasta se mostraban desconfiados por lo que ellos consideraban una costumbre perniciosa.  Cincinato, por ejemplo, sólo  dejaba la espada por el arado y Catón ponía el grito en el cielo cada vez que caía en la cuenta de que para los griegos no existían los días laborales.

A los españoles de mi niñez, y ya no digamos nada a los de generaciones anteriores, también les sonaba a chino la palabra ocio. No existían las vacaciones y a lo máximo que se aspiraba era a frecuentar una playa donde les exigían a las mujeres ponerse un albornoz que las dejaba como recién salidas de un baño turco. Lo cual era ya un logro impensable lejos de cualquier punto costero.

Mi primer viaje de placer lo hice yo montado en un tren carretas con destino Cádiz-Córdoba. Andaba recién cumplidos los seis años y me lo pasé bomba dentro de un vagón donde reinaba un ambiente que jamás he podido describir en toda su amplitud. Lo primero que se nos aconsejaba es llegar a la estación con una hora de antelación para ser de los primeros en coger asiento. Y, aún así, había que ser muy rápido para no tener que viajar un gran trecho de pie y mirando por unas de las ventanillas de un largo pasillo los campos yermos de una España desolada.

El tren, con bancos de madera enfrentados, era arrastrado por una máquina que se sulfuraba en cuanto el camino se empinaba. Cestos y hatos llenaban el estante de mallas de los equipajes y muchos se apilaban en el suelo; pues en los vagones viajaban muchas mujeres que eran estraperlistas; es decir, se dedicaban al tráfico del mercado negro y miraban desde su atalaya la llegada de los guardias civiles.

Los vendedores callejeros, de todas las edades, desfilaban por el vagón, ofreciendo la venta de plátanos, frutos secos, pastas, pipas de girasol, dulces, billetes de lotería, agua… Y sus pregones se hacían notar: Agua fresca. Tortas tiene buenas. Oye, las avellanas. A mí me encantaban los mostachones de Utrera. En Utrera hacíamos una larga parada para transbordar. Y la tediosa espera la combatíamos comiendo las deliciosas tortas del lugar.

Durante el viaje pasaba por delante nuestra toda una corte de los milagros: una mujer ofreciendo peines que nadie compraba; un jorobado tocando un violín desafinado; un trilero tratando de sacar rédito al juego de las tres cartas y los innumerables vendedores de lotería. Llegábamos a Córdoba derrotados pero contentos. Y dispuesto a disfrutar de los placeres de entonces en una ciudad donde por aquel tiempo la estación estaba llena de miserables y las calles abarrotadas de pedigüeños y de jornaleros sin trabajo en la campiña.

Al cabo de varios días, y acabada las cortas vacaciones, regresábamos satisfechos a nuestro lugar de origen y sin la menor muestra depresiva, falta de apetito o padecimiento de insomnio por el regreso. Nuestra única preocupación, esto es, las de  mis padres, era poder ahorrar cuatro perras para poder pagarnos, cuanto antes, un nuevo viaje a la tierra donde vivía parte de nuestra familia.

Por tal motivo, quedo sorprendido, un verano más, de quienes dicen tenerles miedo a la depresión que puedan sufrir tras el regreso a sus lares, después de haber viajado con las máximas comodidades. Recorriendo Londres, París, Amsterdam…;  o bien adentrándose  por el exotismo de Tailandia y quedando  fascinados con Canadá. Y a la vuelta propalan que tienen todos los males del mundo y que necesitan tratamiento sicológico.

Qué sería de ellos, querida MS, si hubieran tenido que acceder al ocio, mediante viajes como hacíamos mi familia y yo, o bien veraneando en el Lago de Proserpina, donde te hallé en el verano de 1977.




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