Nada
más anunciarse su comienzo, me doy cuenta de que estoy a punto de vivir un
nuevo verano y asimismo que las tardes de lectura ya no serán iguales. Puesto
que el calor me causará amodorramiento y el esfuerzo que exige el leer será
doble.
Pero uno, vicioso empedernido de los libros, soportará la somnolencia con un ejemplar entre las manos y perdiendo la noción del tiempo a cada paso con las cabezadas de rigor. Son momentos de lucha contra ese sueño breve e irritante, porque nos está privando de un placer que solo entienden quienes han hecho de la lectura un hábito indispensable, salvo fuerzas mayores.
Al
hábito de algo se llega por medio de la reiteración y el de la lectura fue una
tendencia que me inculcó, con
machaconería, un bibliotecario en tiempos de posguerra y a quien nunca he
dejado de agradecerle el favor que me hizo. Era un hombre que no soportaba la
época que le había tocado vivir y que disfrutaba encerrado muchas horas entre
las paredes frías de una sala destartalada y en las que él guardaba libros que
nadie leía.
Muchos
dicen que la lectura debe ser un acto placentero y nunca sometido a la
dictadura del esfuerzo que produce querer estudiar todo cuanto cae en las manos
de cuantos somos adictos a las palabras escritas. Sin embargo, nada tan grato
hay, al menos para mí, como leer minuciosamente y demorarse en las páginas
hasta decir basta ya.
Lo peor
que tiene la lectura de libros, amén de que a ciertas edades supone acelerar
más el quebrantamiento de la vista, es que uno acaba queriendo escribir
literatura. Y esas son palabras mayores. Aunque tampoco
conviene martirizarse por semejante deseo. Todo lo malo de esta vida tendría
que estar resumido en ese querer ser escritor reconocido, aunque no se tengan
ni las cualidades ni la imaginación para serlo.
Cuentan
que las personas enamoradas de un libro son como los enamorados de su mujer: no
descansan hasta haberlo o haberla presentado a sus amistades para que lo
admiren o la admiren. Así se vuelven pesadas y a menudo lo pierden o la
pierden. De ahí que prestar un libro sea para mí algo que no entra en mis
planes.
Otra
cosa es comprarlo y regalarlo. Tarea que acometeré, nuevamente, en esta Feria
del Libro de Ceuta. Y, como siempre, aprovecho la ocasión para decir que en
estos momentos estoy volviendo a leer por tercera vez a un escritor de los
considerados malditos. Se trata de Louis-Ferdinand
Céline, sobrenombre del francés Louis
Ferdinand Auguste Destouches. De cuya obra destaco Viaje al final de la noche.
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