Siempre
que veo partidos televisados de la S.D. Éibar en su campo hay recuerdos
futbolísticos que están alojados en la alacena de mi memoria, luchando
denodadamente por salir a la palestra. Ellos pertenecen a la temporada 64-65.
En diciembre de esa temporada se enfrentaron el Zaragoza de los Cinco
Magníficos y el Atlético de Madrid en el estadio de la Romareda. Cortizo, defensa zaragozano, entró duramente
a Enrique Collar y éste sufrió
fractura de tibia y peroné. Al lateral del equipo maño le impusieron un castigo
ejemplar: 24 partidos de suspensión.
Yo
jugaba en el C.D. Talavera; equipo revelación entonces en su grupo, situado por
encima de los favoritos: Toledo,
Rayo Vallecano y Plus Ultra. Al frente del equipo
toledano estaba Luis Elices Cuevas,
extraordinaria persona y un magnífico entrenador. De los más adelantados de su
época. Fue entonces cuando Manuel
Olivares, El Negro Olivares de sobrenombre, que lo había sido todo en el
fútbol, vino a verme para decirme que lo tenía todo arreglado para que yo
cubriera la baja de Cortizo. Incluso
me contó que Roque Olsen, entrenador
de los aragoneses a la sazón, había dado el visto bueno a mi contratación.
Ni que
decir tiene que yo viví unos momentos entre nubes de algodón. Pero pronto hube
de bajarme de ellas ante el chasco que me llevé cuando El Negro Olivares me comunico lo siguiente: Roque Olsen ha decidido fichar a José Ramon Irusquieta,
defensa procedente del Indauchu. Que
no es mejor que tú, pero… En fin, que a partir de ese momento no tuve más
remedio que levantarme cada mañana con un único objetivo: impedir que el desánimo
hiciera mella en mí, perdiendo así mi condición de jugador destacado en mi
equipo. Por cierto, con Roque Olsen
hablé una noche que coincidimos al cabo de los años en El Rey Chico de Algeciras
y me dijo que él no había intervenido en la contratación del jugador vasco.
¡Vaya usted a saber!
Esa
temporada nos tocó jugar la promoción de ascenso con el Éibar. Donde militaba ya
un tal Gárate. Éste, a sus veintiún años, era ya un futbolista fuera de serie. Tal
es así que él, en una tarde de calor insoportable en Talavera, dio todo un
curso de juego y hasta marcó el tanto de
la victoria del equipo azulgrana. En el partido de vuelta en Ipurúa, regado el
terreno de juego hasta quedar convertido en un barrizal, Eulogio Gárate nos armó un taco. El Huesca fue la siguiente víctima
del equipo armero y el Cádiz no la diñó porque los árbitros de turno acudieron
en su ayuda.
Aquellas
dos decepciones tan grandes y tan seguidas –no jugar en Primera División y en
un equipo como aquel Zaragoza, amén de perder un ascenso en el cual confiábamos
ciegamente, influyeron decisivamente en mi estado de ánimo. Así que abandoné el
fútbol profesional, poco tiempo después, y me hice entrenador cuando aún tenía
fuerzas y recursos suficientes para seguir jugando. Tal vez por eso fui tachado muy pronto de ser
intransigente con los jugadores perezosos o con quienes carecían de disciplina.
Ayer sábado,
mientras el Madrid daba en Éibar una lección de cómo se juega en bloque,
mentiría si no dijera que los recuerdos de aquella temporada 64-65 no afloraron
en tropel. Y he decido contarlos. Y sobre todo decir, una vez más, que yo
tuve la suerte de poder gritar en su día y a voz en cuello que Gárate jugaba ya al fútbol como los ángeles. Si es que éstos juegan
al fútbol. Y así lo divulgué por toda España. Y los hubo que me criticaron por
exagerado. El tiempo me dio la razón.
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