Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Evocar recuerdos

Suena en la radio Yo te diré. Los últimos de Filipinas. Habanera que invita a la nostalgia y sobre todo a pasar la tarde, desapacible en extremo, evocando cosas de nuestros tiempos; muy frecuentemente a evocar recuerdos. Y es lo que yo hago mientras decido de qué voy a escribir hoy. Y los recuerdos me llevan de la mano a los años cincuenta. Que fue cuando pude ver la película en la cual Nani Fernández hizo famosa la canción.

1950. Aún estaban nuestros padres empeñados en la urgente tarea de sobrevivir entre las ruinas y las cenizas de la guerra civil. Y tratando por todos los medios que sus hijos superaran la prueba de la selección natural. La cual, según Darwin, sólo los mejores sobreviven. Una existencia a la que había que ayudarle con alimentos imprescindibles. Tarea que entonces resultaba muy difícil. A veces casi imposible. Y otras absolutamente imposible.

En los 50 yo paseaba en un Biscuter. El primero que llegó a El Puerto de Santa María. Microcoche que conserva Fosco A. Valimaña en el Museo de coches históricos. Recuerdo cómo las muchachas de mi barrio recortaban con tijeras una foto en cierta revista: la de un joven con el rostro cortado a cuchillo, amplia frente y maneras bruscas: Marlon Brando. De quien precisamente no se viene hablando bien en estos días. Son muchachas que de pronto, de la noche a la mañana, y todas a la vez, como si se hubiesen puesto de acuerdo, salen a la calle con largas y crujientes faldas acampanadas y cola de caballo. Tal y como lo hacía Brigitte Bardot.

Avanzada la década de los cincuenta, las piernas más hermosas del cine las poseía Cyd Charisse, la bailarina. La inocencia, Pier Angeli en Teresa. Película que vi tres veces. Nace la olla de presión y los cigarrillos con filtro. Agonizan las purgaciones, el Guerrero del Antifaz y los boleros agarraos. Ya tenemos entre nosotros a Kubala y Di Stéfano, Puskas y Ben Barek. Pero aquí ya estaban los Suárez, Ramallets, Gento, Gonzalvo, Biosca, Molowny, Eizaguirre, Gainza, Basora, Zarra... Todos jugábamos al futbolín y las boleras estaban siempre llenas. Pero aún no se vislumbraba la minifalda en el horizonte.

Yo andaba recién cumplido los diecisiete años. Y un día acudí, como otras veces, a preguntar por Isabel. Ésta vivía muy cerca de mi casa. Y me encontré con su madre. Estaba sentada en el patio, muy cerca del limonero en flor. Doña Rosario estaba de muy buen humor. Y me invitó a sentarme frente a ella, en el borde del parterre que circundaba el árbol. Tras mirarme fijamente, con sus grandes ojos, abombados y perleros, me preguntó si iba, como cada tarde, a mirarle los bajos a su niña. Y me quedé sin habla. Sin saber cómo salir de semejante atolladero. Pero ella, viéndome en tan apurada situación, intervino con su gracejo habitual para enmendar su error.

-No debes hacerme caso. Pero no me negarás que andas detrás de Isabel como perro en celo. Menos mal que ella es dos años mayor que tú y estoy segura de que muy pronto te va a desengañar.

-No crea usted, doña Rosario, que yo vengo con malas intenciones a esta casa.

-Claro que no, hijo; claro que no. Pero estás en una edad en la cual se te van los ojos detrás de las muchachas. Y eso es bueno... Aunque mi obligación es, como madre, procurar que entre tú y mi niña no tengan cabida las tentaciones.

A medida que transcurría la conversación, los muslos de doña Rosario, candentes como hierro puesto al sol, se dejaban ver porque ella se iba desabotonando la bata con sigilo y suma precisión. Y mis ojos, tan grandes como platos, se tornaban lujuriosos ante lo que ella iba exhibiendo sin pudor alguno. De pronto, como movida por un resorte, se levantó de la silla y me invitó a que la siguiera al interior de la vivienda, y allá que me fui detrás de doña Rosario, nervioso e ilusionado.



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