El jueves pasado, durante mi recorrido por los bares de la calle Jaudenes, mientras un coro, cuyo nombre desconozco, cantaba en la plaza dedicada a Menahem Gabizón, alguien me decía que estas fiestas le causan tristeza. Y yo le respondí que son fiestas de añoranzas, de recuerdos, y en las que hay que domeñar los sentimientos para no amargarles la existencia a quienes nos frecuentan. Es más, le confesé que yo debo hacer malabares para no caer en la tentación de ponerme mustio en un mes en el cual muchas personas se dejan ganar la partida por el abatimiento.
Dicen los sicólogos que las consultas, en estas fechas, se llenan de pacientes convencidos de que son los más infelices del mundo. Ellos piensan -según dicen los encargados de remediar los males del alma- que son los únicos que sufren por las pérdidas de seres queridos, hundiéndose aún más en el abismo de la melancolía. También diciembre, sobre todo en estos días finales, es tachado de ser un mes manejado por los comerciantes para vendernos todo lo habido y por haber. Y hasta se dice que la comercialización de la Navidad está falta de espíritu cristiano, dado los innumerables pobres existentes en el mundo y que seguramente padecerán de ira por las muchas ostentaciones que ven a su alrededor.
La pobreza es terrible, y qué decir de los que padecen hambre. Pues bien, ambas cosas quedan en estas fechas contrapuestas ante la luminosidad de las ciudades, los grandes almacenes repletos de un público ávido de gastar y gastar y, sobre todo, de la alegría desbordante de los más jóvenes que todavía carezcan de las muecas de dolor que les impidan disfrutar plenamente de las fiestas navideñas. Y hacen bien: porque ya tendrán tiempos de mirar hacia atrás y sentir cómo se les hace un nudo en la garganta con los pasajes que les recuerde a los suyos que ya no están.
Hacia atrás suelo yo mirar en algunos momentos de estas celebraciones, y veo con claridad mis andanzas navideñas en años donde éramos más católicos por convención social que por convicción personal. El ambiente ayudaba a que nuestros padres nos llevaran a la tradicional Misa del Gallo, ateridas las carnes al caminar por las calles bajo una niebla densa que hacía más insoportable el sacrificio de cumplir con el rito. Calles llenas de personas cuya única idea era embriagarse esa noche, aprovechando la celebración del nacimiento del Niño Dios, para ahuyentar los malos bajíos de una vida que en aquellos años de posguerra eran más que insoportables.
Corría el anís y los polvorones de Estepa iban sirviendo de lecho estomacal a una bebida que entraba bien pero su exceso producía borracheras tiritonas. Borracheras de pobres hastiados de su condición de serlo y que antes de coger la curda habían visto cómo los ricos del pueblo le rezaban al mismo Dios. Quien no era capaz de aliviar las miserias de aquellos terribles cuarenta en los que se moría de tubercolosis por carecer de dinero para comprar en Gibraltar unos tarritos de penicilina que curaban a los tísicos condenados a palmarla en plena juventud.
Cierto es que de aquellas Navidades de mi niñez conservo, como no podía ser menos, recuerdos entrañables: un patio de vecino repleto de inquilinos cantando villacincos e intercambiándose pestiños y mantecados. Y allá que ofrecían las dos botellas de licores que las bodegas regalaban por estas fechas a sus trabajadores. Eran dían donde los marineros que navegaban al moro para pescar habían sido esperados por los suyos con el alma en vilo. Puesto que raro era que, durante las fiestas, el viento de levante no azotara a los barcos en el Estrecho, haciendo de la travesía de aquellos cascarones, un auténtico martirio. Todo era peor. Y, desde luego, no había sicólogos.
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