Puede que haya dicho antes lo mismo... Pero estoy seguro de que no lo diré con las mismas palabras. Los agitadores son un grupo de individuos que se entrometen en los asuntos ajenos, que se presentan ante una clase social descontenta para convencerla de que ellos son los únicos que pueden remediar sus males. Esa es la razón por la cual los agitadores son tan absolutamente necesarios.
Los dirigentes de Podemos salieron a la calle en tromba para hacer frente a los desahucios y asimismo denunciar los atentados que se estaban cometiendo contra el Bienestar Social. Y, cómo no, para gritar en voz alta contra el paro y, naturalmente, contra el linchamiento de la clase media. Expuesta a su extinción en toda regla.
Tras ellos, siguiendo a Pablo Iglesias y a los suyos, cientos de personas gritaban con voz dolorida, denunciando penurias e injusticias de todos los colores. Madrid llegó a convertirse en la capital del lamento sin solución de continuidad, mediante manifestaciones constantes, que fueron transmitidas por las televisiones y que logró calar tanto que se fueron repitiendo por todos los lugares. España clamaba contra sus gobernantes.
Podemos concurrió a unas elecciones y obtuvo unos magníficos resultados. Y no cabía más que felicitar a sus políticos principales por reconducir a la vida política institucional buena parte de la gente que estaba en las plazas públicas hacía unos años reclamando sus derechos. Pero antes se había preocupado de avivar el fuego de los nacionalismos para que socialistas y populares, llegado el momento, se vieran imposibilitados de poder pactar con quienes quieren, y así lo proclaman, romper España en mil pedazos.
Visto lo visto, y no hay mejor ejemplo que el de Gabriel Rufián, altivo y con el mentón elevado por encima de sus posibilidades, yo me acuerdo de cómo los catalanes, amantes de su seny -sentido común-, se han ido dejando ganar la partida por cuantos desean saltarse un ojo con tal de que España llegue a la ceguera total, que ellos vaticinan y anhelan.
Yo recuerdo con gran placer, como amigos catalanes, de enorme valía y fama, solían decirme en el Hotel Oriente -ya desaparecido-, en plenas Ramblas de Barcelona, que los catalanes pueden ser tan apasionados como un gitano granadino y tan quijotesco como cualquier hidalgo manchego. Y, luego, cruzábamos la calle para celebrar nuestra amistad en el mejor sitio, según nosotros: En 'Los caracoles'.
La pena es que sean los hijos de andaluces, extremeños, murcianos, etecétera, sobre todo, los que odien a una España que les corre por las venas.
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