Siempre lo he tenido muy claro: Ante un caso de corrupción, la función del partido no es esclarecer lo que ha ocurrido sino hacer todo lo necesario para que la Justicia no lo esclarezca. Todo ciudadano -un responsable político también- tiene derecho individualmente a luchar para ser absuelto por los tribunales, independientemente de que sea justo o no.
Quien así se manifiesta ha sido militante de un partido durante muchos años y hasta ha ocupado cargos relevantes.
-Mi contestación es la siguiente: Pero un partido que aspira a gobernar, y ya no digamos si gobierna, tiene que poner por delante los hechos. Y ni puede ni debe esconderse detrás de la Justicia. Amparándose en las tretas judiciales. Lo cual supone banalizar la corrupción.
Mi interlocutor, que tiene espolones y a quien le gusta discutir a calzón quitado, decide atacar: "Muy pocos de nosotros llevámos vidas que soportarían sin mengua un escrutinio minucioso, y yo creo que hay algo de mezquino en someter la vida de muchos políticos, puestos horriblemente al desnudo por las opiniones de innumerables ciudadanos, a un juicio moral".
-De acuerdo. Pero el político tiene contraído con la sociedad unos deberes sociales, morales y de patriotismo. Y, por lo tanto, ante cualquier sospecha de mangancia, le corresponde dimitir. La corrupción no es siempre de dinero; a veces, muchas veces, implica el privilegio. Precisamente, la odiosa palabra contra la que se alzaron los hombres de la Revolución francesa.
-¡Bah!, Manolo -dice mi oponente, poniendo cara de asco.
Y yo insisto sobre el privilegio. Es la palabra que separa, que divide, que hace distingos entre hombre y hombre, en esos dos aspectos que tanto afectan a las personas: el trato que reciben de la Ley y el que les depara las demás instituciones y organismos, según se trate de las clases privilegiadas o de la masa común, maltratada, atropellada, como si careciese de personalidad jurídica. Que si patatín, que si patatán.
¡Que si quiere arroz, Catalina! Pues mi interlocutor volvió a la carga:
Decía Unamuno que un político español era una persona que concedía destinos y un ciudadano español era una persona que los buscaba. Su descripción resultaba plenamente acertada respecto de lo que era la vida pública de la época. Pues bien, yo te digo, querido Manolo, que el clientelismo sigue gozando de la misma salud de otrora. Y aún más: "Aquí no trincamos todos porque no podemos".
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