Mi puntualidad para caminar es inglesa. A las ocho y media de la mañana, salvo causa mayor, raro es que no haya recorrido ya la mitad de la Avenida de Martínez Catena, a paso ligero. Hoy, delante de mí, y a buen paso, iba una mujer que, de pronto, le faltaron los pies y se cayó de culo. Y, lógicamente, yo acudí a socorrerla con tanta celeridad como preocupado porque se hubiera hecho mucho daño en el hueso cuqui. Vamos, en el hueso de la rabadilla. Sí, ya sé que ustedes me dirán que lo correcto es decir coxis o cóccix, pero ambas palabras son de muy difícil pronunciación y he preferido echar mano de mi lenguaje andaluz.
La señora, toda nerviosa y dolorida, en cuanto pudo ponerse de pie, se acordó de sus hijos:
-Miedo me da pensar que, de haberme lesionado, mis hijos se habrían quedado sin poder ir a la Feria.
La caída de la señora se debió a que pisó un trozo de plástico. Tras el morrocotudo susto y las palabras que se suelen intercambiar en tales casos, yo me despedí de ella. Eso sí, mucho me temo que le cueste lo indecible sentarse esta noche en cualquier terraza del recinto ferial.
Media horas después, cuando aún iba dándole vueltas al resbalón de la mujer y al jardazo tremendo que se había pegado la pobre, me crucé con José Antonio Artiel en la calle Jáudenes. Víctima que fue de otro resbalón que le hizo darse una gran costalada. La cual lo dejó como un eccehomo. Cubierto de heridas y magulladuras de muchísima consideración. Así que hubo de estar varios meses de baja y, por supuesto, sometido a una recuperación tan intensa cual dolorosa.
Pero José Antonio no dudó en denunciar su caída y hasta tuvo la suerte de ganar el pleito. Así que fue indemnizado por la Ciudad y ya está total y absolutamente recuperado. A propósito, cada vez que hablo con Artiel me suelo acordar de su padre. Gran hombre, sin duda alguna, con quien coincidí muchas veces en el Madrid de los años sesenta. Que él frecuentaba como empleado que era de un empresario portuense: José Luis Huerta.
Ambos, en cuanto llegaban a los madriles, me llamaban para que los acompañara en sus salidas nocturnas. Y, claro, me lo pusieron muy fácil: la primera noche los llevé al Abra. Y puedo dar fe de que nunca más quisieron conocer otro sitio. Y es que las mujeres del Abra, de los 'felices sesenta', derrochaban tanta clase, tanta... como para que Emilio Romero, tan enamoradizo él, las estuviera recordando hasta el fin de sus días.
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