Hay un amigo con quien suelo reunirme cada treinta o cuarenta días para charlar distendidamente de lo que nos apetezca. La última vez que nos vimos fue a mediados del mes pasado. Me comían los nervios y, por tanto, andaba a punto del perder el control de mí mismo por entender que estaba siendo tratado de tan mala manera como inmerecidamente.
Mi amigo, de amplia cultura y capaz de domeñarla de modo y manera que nunca cause el menor atisbo de envidia entre sus interlocutores, no sólo accedió a escuchar atentamente mis cuitas, sino que puso su saber estar al servicio de mi causa. Aunque, todo hay que decirlo, no dudó en decirme que le parecía mentira que yo hubiera sido tan lerdo, en esta ocasión, a pesar de haber vivido tanto años en lugares tan distintos y con gente de vaya usted a saber qué pelaje.
En fin, que a medida que íbamos conversando a mí se me ocurrió inquirirle acerca de por qué él nunca había querido ser una autoridad política, dada su preparación, sus conocimientos de Ceuta y, sobre todo, por la cantidad de personas que hubiera visto con ojos de esperanza su decisión. Ni que decir tiene que sus explicaciones me convencieron de que su tiempo había pasado y, además, que existían circunstancias que le aconsejaban no meterse en semejante lío.
Una vez que habló con tamaña claridad, mi amigo no dudó en decirme que yo era lo menos que se despachaba en romanticismo; ya que aún era capaz de acordarme de qué equipo o persona me debía dinero de una prima ofrecida en Los Tiempos de Maricastaña. Mi amigo, viendo que yo estaba en condiciones de asumir sus críticas, tampoco se cortó un pelo en asegurarme que en mí moraba un individualismo de mucho cuidado. Y, como remate de semejante quite, tan oportuno como enriquecedor, hizo uso de la siguiente revolera:
-Te distingue, eso sí, la lealtad y la honradez. Valores, siempre escasos, pero que ahora cotizan muy a la baja.
Tras el consiguiente carraspeo, porque minutos antes yo había pasado por un trance sensible, le respondí a mi amigo de esta manera: Llevas razón en decirme que yo no olvido los dineros que se me adeudan. Lo cual no implica en ningún caso ruindad de espíritu o dureza de sentimientos, sino exactamente, como bien decía don Pío Baroja, porque yo sería incapaz de no pagar mis deudas. En suma, que yo no entiendo los sablazos.
En lo tocante a mi individualismo, querido amigo, también aciertas. Ya que yo siempre he carecido de interés por los políticos. Y me consta que en cualquier otro estamento hay gente más valiosa. Y, desde luego, he de confesarte que los mítines me aburren. Huyo de las aglomeraciones. Y los fenómenos de adulación generalizados me exasperan. Así que me alegro de que tú hayas decidido ya ser nada más que lo que eres: un gran tipo...
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