Hace poco tiempo, más o menos a principios de verano, transitaba yo la calle de Enrique El Navegante, a esa hora vaga de mediodía, camino de cualquier parte, debido a mi siempre declarado afán por barzonear. Imperaban las nubes de tonalidad grisácea, que trataban de ponerle trabas al sol que pugnaba por hacerse notar en el horizonte marino.
Iba yo distraido, con la mirada perdida, como pensando en las musarañas, cuando sentí que una mano se posaba en mi hombro izquierdo, y me giré... Allí estaba ella. A la que hacía tiempo que no veía; si bien presentaba el magnífico aspecto de siempre: morena, boca y labios carnosos, dientes de anuncio, ojos brillantes, cintura breve y caderas en disputa permanente con las excelencias de sus piernas.
Tras los saludos de rigor, tan conocidos por comunes, le pregunté a X por su marido. Y la respuesta no se hizo esperar: "Mi marido me ha dejado plantada. Eso sí, de nuestra separación hemos decidido no hacer un drama. Todo lo hemos llevado con el sigilo adecuado y por la vía del buen entendimiento y respeto mutuo".
Naturalmente, como no podía ser de otra manera, a mí no se me ocurrió inquirir a mi conocida por las causas de un divorcio entre quienes daban muestras visibles de formar una pareja tan bien avenida como enamorada. Y guardé el silencio correspondiente en estos casos. Hasta que X, quizá porque necesitaba desahogarse, me habló sin tapujos sobre lo ocurrido.
-Mi marido se enteró de que yo había perdido la chaveta por un hombre que se cruzó en mi camino. Y... ya te puedes imaginar el resto.
Vamos a ver, querida conocida, no pocas han sido las veces que hemos hablado, en aquellos días en los que solíamos coincidir tomando el aperitivo en lugares de costumbre, que las mujeres parecen mucho más dotadas para la doblez, que saben cultivar mejor que los hombres su jardín secreto... en secreto. Y tú, además de estar de acuerdo, me decías, por estar abierta a ese tipo de conversaciones, lo siguiente.
-Que los hombres que tienen en cuenta las aventuras extraconyugales de sus esposas suelen precisar que ellos no se habían dado cuenta de nada durante mucho tiempo. Que fue preciso que un tercero les abriese los ojos "por su bien". Y es que los chivatos y las malas lenguas nunca faltan.
¿Acaso es lo que te ha ocurrido a ti?
Mi conocida, tras suspirar hondamente, asintió con la cabeza. Y me refirió cómo un amigo de su marido lo puso al tanto de la aventura que ella mantenía con... Y, claro, me cogieron con las manos en la masa.
-¡Qué mal rato, hijo! ¡Eso no se lo deseo a nadie!
A mi conocida, tras confesarse, se le cayeron dos lágrimas como perlas preciosas. Y es que la vida, como bien decía el Arcipreste de Hita, tiene dos motivos por los que luchar: Comer y holgar.
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