Cambiando lo que haya que cambiar, pues ni los tiempos ni las circunstancias son las mismas, existe un cierto paralelismo entre la victoria del Partido Popular en las elecciones generales de 1996, y la actual. Entonces, el triunfo obtenido por José María Aznar, el día 3 de marzo, fue por un margen estrecho, mucho menor del que le vaticinaban los resultados de las encuestas.
Los resultados quedaron así: Nueve millones setecientos dieciséis mil votos cayeron del lado de Aznar, que logró 156 escaños en el Congreso de los Diputados. Nueve millones cuatrocientos veinticinco mil seiscientos electores dieron su apoyo a Felipe González, que obtuvo 141 escaños en el Congreso.
Los resultados tan apretados, permitieron a Alfonso Guerra hablar de "una amarga victoria y de una "dulce derrota". La derrota dulce sería la del PSOE, que a pesar de los más de trece años de gobierno y todos los escándalos de corrupción y guerra sucia que habían dañado hondamente su imagen, no sufrieron la debacle que todos en el partido temían. La amarga victoria correspondería al Partido Popular que, en efecto, tenía la posibilidad de gobernar pero contando con apoyos externos.
Aznar, pues, se hallaba ante una encrucijada: para ser presidente del Gobierno no le quedaba más remedio que buscar el apoyo parlamentario de los partidos nacionalistas, con los que se llevaba a matar, Convergencia i Unió y el PNV. El problema era cómo negociar con los partidos nacionalistas hegemónicos después de haber llevado a cabo una política de rotunda descalificación al gobierno socialista precisamente por sus pactos con estas formaciones que, en opinión repetida por los dirigentes del PP, habían suspuesto la ruptura de la cohesión nacional y la venta de España en almoneda.
José María Aznar apenas celebró la victoria. Y hasta evitó la tradicional comparecencia ante los medios de comunicación. Como era y sigue siendo costumbre. Por ser consciente de que le iba a ser muy difícil gobernar. Hasta el punto de que sus primeras declaraciones fueron para reconocer las enormes dificultades que entrañaba el asunto. "Estoy dispuesto a hacer el mejor esfuerzo de responsabilidad y de política de pactos que garantice la gobernabilidad de España en los próximos cuatro años".
El PP, gracias a la habilidad de Aznar y a sus concesiones, que no fueron pocas, consiguió incluso que Jordi Pujol se olvidara de lo que los militantes populares gritaban delante de la sede de su partido en Madrid cuando aún no se conocían los resultados definitivos y la entusiasta "claque" pensaba en una holgada victoria: "Pujol, enano, habla castellano". Lo cual evidenciaba, al margen de lo ofensivo de la frase, que la distancia de los planteamientos entre PP y CIU podía llegar a ser insalvable.
Dos meses y poco duraron las conversaciones de Aznar con Pujol y Arzallus. Y, durante ese tiempo, hubo medios de comunicación que barajaron la hipótesis de que si el PP fracasaba en su intento de lograr compañeros de viaje, se convocaran nuevas elecciones generales. Y más aún: hubo las clásicas cabezas de huevo que propusieron formar un gobierno de gestión y al frente del cual debería estar un personaje neutral. Y, por último, que Aznar renunciase al cargo. Tampoco conviene olvidar que, en aquel tiempo, Julio Anguita hacía lo indecible para que Izquierda Unida pudiera adelantar al PSOE por la izquierda.
Insisto: el paralelismo existente entre lo ocurrido en 1996 con lo que está sucediendo en 2016 es palmario, claro, innegable. Eso sí, ojalá termine la semejanza, con aquellos tiempos, gobernando el partido más votado. Por el bien de los españoles. Y a otra cosa, mariposa.
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